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Uno no sabe que eso es una contrariedad hasta que lo vive.
Hablo del timbre de una casa. O mejor: de la ausencia del timbre o del timbre
que no funciona. La casa en la que vivo ya venía así, con el timbre roto. Sólo
invirtiendo la posición (estando de pie frente a una casa sin timbre) advertí
la leve inquietud que representa el acto siguiente: hacerse oír, avisar que uno
está en la puerta. Hay gente que se las ingenia para hacer menos amargo el contratiempo. La cara de Diego debajo del timbre roto es una idea ocurrente.
Eso es lo que durante al menos quince años hace la gente que llega a
mi casa, la cual, vale decirlo, no es mucha. Un gesto inconsciente, de
gentileza tal vez, se ha formado en mí: cuando avisan que vienen, los espero en
la puerta, o sobre la ventana. Es decir, les evito el incordio de 1) golpear la
puerta, 2) golpear las manos. En fin, siempre hay que golpear algo para que el
que está adentro, si quiere, salga.
El hábito del timbre roto me enseñó a ¡deconstruir!
(detestable palabra que uso jodonamente) el carácter del que golpea. Los hay
prudentes, tímidos hasta la exageración. El golpe apenas se escucha. Soy de ese
team en situación parecida. Golpeo suave, casi como para que no se me escuche.
Al estilo del toque trémulo que uno da a la puerta de la habitación del
Sanatorio donde uno tiene un amigo internado. Con un familiar es otra cosa por
la misma cuestión: la familiaridad. Con un amigo, o un conocido, en fin, se
impone cierto respeto. En una segunda categoría están los que golpean la puerta
enfáticamente, dos tres veces a puño cerrado, sonoramente, como para explicar,
tal vez de manera automática, no consciente, el fastidio que les produce llegar
a una casa y no tener el instrumento doméstico del anuncio. Entonces golpean
con convicción. Se hacen oír. Los que golpean las manos, es decir aplauden, están
en proceso de extinción. Los hay, aún, pero es un gesto que habla bien de sí
mismo: se golpea las manos, se aplaude, se origina ese ruido, o ese sonido, no
sólo como un acto de sobriedad y respeto, sino también para no tocar lo ajeno,
en este caso la puerta. Golpear las manos es un signo de educación, en un
tiempo no precisamente muy cordial entre las relaciones humanas.
Ayer ocurrió lo inexplicable. Apareció una tercera versión
frente al timbre ausente o roto. Escribo sobre esto porque, como se sabe, todo
tiene que ver con todo. Esa tercera modalidad elude el golpe en la puerta
(suave o enfático) como también el golpear las manos. Es, aunque resulte difícil
imaginarlo, la presencia muda, estatuaria, frente a la puerta, del que ha
llegado. En este caso una mujer, una señora. Una mujer que en completa quietud
no se anuncia. Está allí, parada, esperando. Pero, ¿esperando qué si no hizo
saber que estaba allí, parada, esperando?
Eso le dije cuando la advertí desde el lugar donde escribo,
que tiene una ventana que da a la calle, cuyas cortinas están entre abiertas
para que el sol, escaso, de este invierno eterno, acompañe mi trabajo. De pie,
esperaba. Lo primero que uno piensa es: a) testigo de algo (Jehová o afines);
b) vendedor ambulante; c) trabajador que corta el pasto en la vía pública o
jardines.
Era b. Salí, abrí la puerta y la mujer pareció cobrar vida
de golpe. Me quedé medio pasmado: ¿cómo esa señora podía prescindir del arte de
la venta -que es dialéctica pura- a la hora de hacer saber lo esencial, es
decir que estaba frente a mi puerta para dar comienzo a la siguiente operación:
vender las bolsitas de residuos que llevaba en sus manos?
-Perdone, no anda el timbre. ¿Usted golpeó? Porque no
escuché nada.
-No, yo no golpeo nunca -dice.
-¿Y cómo hace? Digo, para darse a conocer.
-Espero.
-Espera. ¿Qué cosa espera?
-Espero en la vereda. Espero que se abra la puerta y que
alguien salga.
-Pues la vi de casualidad por la ventana...
-Pero me vio. Casi siempre es así. Se tarda más o se tarda
menos, pero al final alguien atiende.
-Y digo, yo, sin meterme en su trabajo, claro... ¿no es más
fácil tocar el timbre?
-Eso hace todo el mundo.
-Claro, para empezar se gana tiempo.
-Pues no. Tal vez sea más fácil, pero para mí modo de pensar
el timbre es una molestia. Yo espero. Si usted tiene que salir, saldrá. No me
gusta molestar.
-No es molestia, señora, sólo que... esteee.. ¿Qué vende?
-Bolsas.
-Ah, de residuos.
-No, no. Bolsas. Si quiere la usa para la basura, pero yo
vendo bolsas.
-¿Son grandes?
-Son ideales para todo lo que quiera tirar -me dice.
-Me imagino que con esta malaria la venta está difícil.
-No es tanto la malaria. A la gente no le gusta tirar. Cuesta
sacarse las cosas de encima. Así somos. No tiramos ni siquiera lo que ya no nos
sirve más. En parte me dediqué a esto por eso...
-¿A vender bolsas?
-Claro, le encontré un sentido a mi trabajo. Voy por las casas
de la gente ofreciendo algo que sólo se usa para poner la basura. Tienen mala
imagen las bolsas. Pero la cosa es al revés, señor: la bolsa es un elemento que
libera. Generalmente la gente tira cosas en las mudanzas. Ahí aparece lo
inservible, lo que quedó atrás, pero sin embargo todavía lo tenemos con
nosotros. Así que un día viene la señora bolsera y le ofrece no solo estas
bolsitas, sino lo más importante: que si tiene algo para tirar puede hacerlo
ahora mismo. ¿Me entiende? Todos tenemos en algún cajón, en un mueble, donde
sea, algo para tirar, algo que ya no forma parte de nuestra vida, pero por una
cuestión inexplicable no lo hacemos, lo dejamos ahí. Cuesta mucha tirar,
creamé.
En ese mismo instante del fondo de la calle aparece el
estrépito maldito, el homicida del silencio y de las siestas en los barrios
suburbanos: el tipo que arriba de una camioneta le dice a la "patrona" que anda
comprando baterías, lavarropas y termotanques.
El contraste entre la vendedera que no se anuncia y el tipo que paga no sé qué precio por el óxido de lo derruido, es mayúsculo. Nadie sale de las casas del barrio, nadie parece tener nada roto u olvidado en el fondo del patio o de un galpón abarrotado de cacharros perdidos. Lo dejamos pasar. Cuando su vozarrón de lata se pierde en la lejanía, otra voz suena en mi memoria: la voz de lo que sobra. De lo que uno se ha resistido a tirar. O a dejar ir.
-Tiene razón -le digo a la mujer-. Tengo una cuantas cositas que sacarme de encima ya mismo. Sonríe. Le pago, cierro la puerta y la veo irse. Cruza la calle y en un solo acto se detiene frente a la puerta de la casa del vecino. A esperar que alguien salga, si eso tiene que pasar.
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