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Figuritas

Entonces, en una mesa del bar, un tipo suelta la carcajada, rotunda, algo idiota, pero bueno, carcajada al fin, y le dice al otro, a su amigo, que está frente a él:

-¡Pero déjate de joder! ¡Semejante pelotudón buscando un álbum de figuritas!

La escena que describo podría haber pasado en cualquier bar del país. Cualquiera. Sobre todo por la naturaleza algo patriarcal del bar y machista, ese territorio de hombres, de varones, que si bien ha ido mutando parcialmente con el tiempo conserva su marca de origen: el bar es como el artículo que lo precede: masculino. Varonil. Por lo tanto, un tipo de cincuenta años que haya osado plantearle a su amigo que no puede encontrar el álbum de figuritas del Mundial, después de dar vuelta cielo y tierra, es alguien indigno de ser considerado, por decirlo así, un hombre.

-¿De qué te reís, gil?

-De vos. ¿O cuántos más hay en esta mesa? Vos y yo. Aunque en el resto del bar, a esta hora de la mañana, fíjate bien, somos todos tipos. Ni una mujer. Ni una.

-¿Y con eso qué?

-Que si te pensás que soy el único que me reiría, entonces abrimos la discusión.

-Sos un estúpido.

-Ja. ¿Qué pasa? ¿Tenés miedo?

-No. Pero vos no entendés. Es al pedo.

-¿Qué cosa no entiendo? ¡Las figuritas son para los pibes! Tenés cincuenta años y estás pelado. Podrías ser abuelo. Y en vez de caerte al bar puteando por la inflación, por el precio del dólar o porque estás podrido de este país, te sentás y salís con esa ocurrencia insólita. ¿Vos sos, te hacés o te hacés más de lo que sos?

-Ni una cosa ni la otra. Y las figuritas siempre me gustaron.

-Nadie te lo reprocha, pero en la vida hay etapas, querido. O sea, todo a su tiempo y armoniosamente, como decía el general. No te voy a negar que las figuritas tenían su encanto, sobre todo las jodidas, las que no salían nunca. Pero a mí más que coleccionar me gustaba jugar a las figuritas. Eso sí era lindo.

-La arrimada.

-Y revoleada.

-¡Qué épocas! ¿Qué sabíamos de la vida entonces? Nada.

-O casi nada. Yo por ejemplo sabía que las figuritas me iban a gustar siempre...

-Telch, pobre negro. Siempre salía la del Negro Telch, ¿te acordás? El que jugaba en San Lorenzo. Los turros tenían bien estudiada el negocio, eh. Lo que les importaba a los tipos era que vos fueras al kiosco, que insistieras, que volvieras a comprar...

-Lógico. Así funciona el capitalismo.

-Y si no había que ir a la permuta. Cinco Telchs por la más jodida. O una de las más jodidas.

-Sí. Así también funciona el capitalismo.

-¿Podés dejarte de joder con la política? Primero venís y te quejás de que no encontraste un puto álbum de figuritas del Mundial de Katar. Y ahora la política. ¿No querés crecer, vos?

-No es eso. Tengo derecho a que me sigan gustando las figuritas. ¿Le hago mal a alguien?

-No, tanto como hacerle mal a alguien...

-¿Y entonces?

-Que ya estás grande, Ricardo. Grande, cincuenta y cinco pirulos. Cinco, cinco.

Se hace un silencio largo entre los dos amigos. Las otras conversaciones de las otras mesas suben, estentóreas, hasta el techo del bar. Suena la máquina de café, un ruido ahogado, grave, y de fondo el televisor clavado en Crónica.

-¿Y ahora qué pensás, che? -el refutador de figuritas llama al mozo y pide otra vuelta de café para dos.

-Que la de Messi debe ser la más difícil... ¿no?

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