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El carro de la espera

Borges, creemos, habría sonreído, o tal vez más: tal vez se hubiera reído con esa risa ahogada y seca que tenía. Mezcla de risa con tos. Le encantaban, alguna vez ya hablamos de esto, la escritura de los carros. Esa forma narrativa que deambula entre la máxima y el silogismo, en lugares donde, quizá, menos se la lee.

Algún otro, en el elixir del capitalismo, le hubiera estampado una publicidad, justo en ese lugar tan estratégico, tal como los colectivos llevan la suya, en el culo del micro, por decirlo así. Pero el carrero de nuestra historia no transó. O no se le ocurrió. O, lo más probable, nadie se la ofreció. Nunca pudo imaginar el experto en marketing que ese carro, a esta altura, debe andar por el millón de vistas en las redes sociales.

Yo lo pesqué en Twitter y acá estamos. La imagen, como dice el lugar común, vale más que mil palabras. El carro va por una calle del conurbano. Va cargado de cartones. El cartonero, vale recordarlo, viene de un pasado más o menos remoto: del estallido de diciembre de 2001. Hace rato que han vuelto, como no podía ser de otra manera en un país con el 60 por ciento de pobres.

Ahora intentemos ver lo que la imagen no muestra. Es un cartonero que no tiene rostro. La foto lo ha tomado desde la retaguardia, por lo tanto lo que habla de él, lo que lo revela, lo que expone su ánimo en este invierno interminable, es la frase que estampó en su carro. Paciencia, viejo, dice. Y agrega a manera de colofón tanguero: Que va hacer. Tenemos que detenernos en la genuinidad que inspira la frase, y esa genuinidad es el sentido que construye en la forma con que fue escrita.

No dice: Qué le vamos a hacer.

Dice: Que va hacer. Así, en presente, de corrido, casi en prosodia lunfarda, escrita como se piensa en la oralidad, con un muy concreto tono de resignación. Lo cual inspira algunas preguntas. Por ejemplo, lo abierta que queda la interpretación. El carrero podría referirse a su magra suerte, a algún problema de salud, a que lo dejó la mujer, a que nadie le da por los cartones lo que los cartones valen.

Pero también se puede leer su sentencia de modo mucho más cerrado, casi teledirigido. Ese "Que va a hacer", precedido por la línea de arriba, imprescindible, "Paciencia viejo", habla de otro lugar común: la realidad. Que según Aristóteles más Perón significa la única verdad.

Es la realidad, en esta interpretación sin doble lectura, la que ha inspirado al carrero a pintar la leyenda que ahora, inimaginadamente para él, da vueltas por el viaducto de las redes sociales. Es la realidad -el ajuste, la grieta, la malaria, el atentado, la puta suerte de ser pobre-, la que demanda un doble gesto: primero, la paciencia; segundo, la resignación. Una resonancia magnética del desánimo. De la Argentina del barro que no se subleva, doblegada ya no por la ira, ya no por el odio (palabra que se envilece a sí misma por repetición automática), ya no, tampoco, por la melancolía. No hay paraísos perdidos para reclamar. Hay, en la pluma del carrero, una zona muerta: la de la espera, que es la nafta de la paciencia. Y la de saber, como famosamente escribió Antonio Di Benedetto a manera de epígrafe de su monumental novela Zama, que en este aguante tristón, como las ruedas del carro que se arrastran lentas, sonámbulas, por las calles del conurbano, todos estamos más o menos igual, esperando ya no sabemos qué. Como víctimas de la espera.

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