El pibe va a manotear la golosina. El brillo de los ojos, la forma con
que la mira, insistente, presagian su próximo movimiento. El kiosquero, que
tiene toda la vida en el rubro, sabe que el pibe está a punto del manotazo.
Al pibe lo venden su ansiedad y su miedo. Es evidente que
carece de la experiencia para el afano. El kiosquero, simplemente, está
esperando. Lo juna por el rabillo del ojo. Mirada periférica la del kiosquero.
No sabemos qué piensa, tal vez en el cambio de época: a él de pibe jamás se le
ocurrió afanarle al kiosquero del barrio. ¿O lo pensó y no se atrevió? Sí puede
dar fe que su mismísimo padre, que Dios lo tenga en la gloria, lo hubiera llevado
a la comisaría, antes o después de perforarle el trasero a patadas. Pero bueno,
piensa, eran otros tiempos, eran otros padres, eran otros hijos y era, al cabo,
otro país. Y la policía, suspira resignado, siempre fue igual. O parecida.
El pibe tiene las manos en los bolsillos. Pero no tardará
mucho, infiere el kiosquero, en sacar al menos
una mano del bolsillo. La derecha, si es diestro. Cuando eso ocurra
habrá que ver cuál de las dos manos, la suya o la del pibe, se mueve más
rápido. Como un duelo de pistoleros en el Far West, piensa el kiosquero, ahora
secretamente divertido. Es un pibe, piensa, y va a ser más rápido que yo, porque
yo para él soy un viejo. A los 67 pirulos soy un viejo que se resiste a pasar a
cuarteles de invierno. Un viejo jubilado que atiende su kiosco. Y el pibe
podría ser tranquilamente mi nieto.
Pero no lo es: es un pibe de diez, doce, trece años. A punto
del zarpazo, piensa. Lo imagina ya manoteando la golosina y saliendo disparado
hacia la esquina, como un cohete.
Una mujer entra al kiosco y con esa formidable intuición que
tienen las mujeres para pescar el aleteo de una mariposa, si la hubiera, en el
vacío infinito del cosmos, se adelanta al manotazo del chico, toma la golosina
y le pregunta al kiosquero cuánto es. Luego la paga. Con un gesto imperceptible
la golosina va de su mano a la mano del chico. La mano de la mujer, entonces,
ha sido más rápida que la mano del pibe y la mano del kiosquero.
El billete que ha ido de la mano de la mujer a la mano del kiosquero, en pocos minutos se transporta como parte del cambio al bolsillo de un tipo que se bajó de un Corsa a comprar un atado de Marlboro y que luego dejará en la mano de una chica que hace malabares en el semáforo, ese billete ha permitido que la tarde y la noche se cierren como un paréntesis apacible, como la persiana del kiosco, como los párpados de la mujer el apoyar la cabeza en la almohada, como los ojos del pibe a la hora del sueño.
Entretanto, el empresario creador de la golosina en cuestión no tiene la menor idea del episodio ocurrido en una ciudad de provincia a miles de kilómetros de su casa.
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