VOLVER

El pasado que vuelve

Trabajar con el pasado tiene estas cosas: uno viene escribiendo una escena de la década del 30 (con el nacimiento del transporte de pasajeros), hace un alto en la tarea, sale a cumplir con un trámite y de golpe, sin aviso, el pasado se nos viene encima.

Por la Avenida España, calle a la cual en el pasado se la denominaba como la "Avenida Ancha", el pasado, a cuarenta kilómetros por hora, emerge de su bruma indecisa, y bajo el sol tibiecito y remolón del día de la primavera, cruza frente a nosotros, saluda con un bocina que también registra el sonido del remoto ayer, un timbre ronco, grave, y sigue su camino.

Uno saluda el paso de ese automóvil que debe andar por la centuria de antigüedad y que puesto ahora en la calle parece como fuera de escena, de contexto, una fantasmagoría, una belleza teletransportada por la energía de la nostalgia. El hombre que lo conduce, que se aferra a su volante y que acaba de tocar bocina, anunciándome esa gentileza del pasado, esa cordialidad perdida en el manicomio a cielo abierto del presente, ¿vive también a comienzos del siglo XX? ¿Ha vuelto él también de la bruma de ese pueblito en blanco y negro?

No alcanzo a ver la marca del auto. No importa. En 1912, cuando se cayó la Piedra Movediza, Tandil tenía un parque automotor de 20 autos. No más y tal vez algunos menos. En la década del 30 -que debe ser edad del modelo del coche que corre por la avenida donde al fondo yace el hombre torturado- las calles era de mano y contramano, todas, y todavía los pocos colectivos que había y los poquísimos automóviles tenían el volante a la derecha. Se manejaba como en Inglaterra, a pesar de que a los británicos los habíamos hecho recular en las invasiones inglesas que nos contó el Manual del Alumno Bonaerense.

Ese auto que pasa ahora y el que viene detrás compartían el empedrado con los carruajes y los mateos que llevaban a los turistas por los arrabales del pueblo, tal como decenas de fotografías lo evidencian. Quiero decir que, como en todas las épocas, ocurría la encrucijada entre lo nuevo que llegaba y lo viejo que se negaba a irse, consumando de alguna manera el silogismo que algunos años después, en la cárcel, escribió el ideólogo marxista Antonio Gramsci, eso de que una sociedad entra en crisis cuando lo viejo no termina de morir ni lo nuevo termina de nacer.

Ayer, además, por un instante, en esta primavera que recuerda otras primaveras, otros picnics, otros estudiantes en simétricas ceremonias donde late la invencible juventud, se alteró por una instante una ley de la historia: el pasado (que ya pasó, que ya está difunto, que ya dejó de ser y que por eso mismo confirma cada día su ausencia) volvió como una ensoñación, un suspiro, a cuarenta por hora, máxima velocidad que se permitía en el pueblo durante las primeras décadas del siglo en el que muchos de nosotros nacimos. El siglo de la civilización perdida, de los personajes pintorescos, del vigilante en la esquina y esos autos que ahora habitan la quietud del museo.

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