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El Bar Piaf dejó de existir. Ahora se ha convertido en el restaurante Vito. La mutación se veía venir por varias razones (de falencias en el servicio, sobre todo). Pero de todas maneras no deja de llamar la atención que en una ciudad donde la gastronomía se ha convertido en el primer motor del turismo, un bar con una gran ubicación no haya funcionado. No vale la comparación con el competidor de enfrente, el Bar Vasito de Soda, porque, a pesar del destrato conocido, tiene una mejor ubicación, mejor vista a la plaza y confortable disposición edilicia interna.
Ahora bien, a la hora de despedir a Piaf no podemos menos que abrevar en una de las últimas leyendas urbanas. Son relatos propios de la mitología posmoderna que siempre parten de un hecho real. Es decir, de un episodio que efectivamente ocurrió y que luego deviene en fantasmagoría. La leyenda de la silla vacía en el Bar Piaf es uno de ellos.
Como ya contamos, esa esquina, la de Pinto e Yrigoyen, tiene su propia historia. Sobre todo en el plano simbólico. En los orígenes de la aldea allí estuvo el primer templo. Algunos antes de Piaf el inmueble albergó la sucursal de un banco que quebró en 2001 y se quedó con los ahorros de los vecinos. Por lo tanto la religión y el dinero son las cifras de su existencia. Pero al vértice que mira a la Plaza Independencia le faltaba algo más que la fe católica y el capitalismo berreta que se apropia de los ahorros de la gente. Le faltaba la muerte, tercer tópico a enunciar en esta historia. En la línea de tiempo que se proyectó de aquel precario templo de mediados del siglo XIX al banco y su corralito de principios del siglo XXI, apareció en la esquina un muerto inesperado. Para detonar su consecuente leyenda.
Hace cuatro años Piaf abrió sus puertas en la modalidad de restobar. Lo hizo bajo un estigma fundacional: en la mañana del estreno del negocio, el primer día, apareció un hombre sin vida sentado a una de las mesas de la vereda de calle Pinto, la que linda con la esquina misma. De edad avanzada la muerte, natural, sorprendió al octogenario a cielo abierto. Lo que probablemente haya ocurrido es que el hombre venía caminando bajo el alba incipiente por Pinto, se descompuso y buscó algo de donde agarrarse. Encontró la silla y la mesa de Piaf, la primera de las mesas que en hilera cubren la vereda de Pinto. En efecto, el hombre se sentó y allí habría de quedar, muerto, hasta que minutos después llegó la ambulancia y lo rescató de la solemne autoridad de la muerte que dominó los comentarios de los parroquianos en esa mañana que Piaf había asomado como una novedad, al unísono de los nuevos bares y cervecerías al paso.
Lo que ocurrió después forma parte de eso que he dado en llamar como leyendas verdaderas. Nadie nunca ocupó esa mesa, la inquietante mesa del finado. Pasaron los días, las semanas, los meses y los cuatro años en que Piaf intentó lograr su clientela propia mientras configuraba su identidad de bar, algo que no siempre se consigue. En todo ese tiempo cambió el mobiliario, cambió el color de la fachada, cambió el personal, insólitamente dejó de vender café, luego no le quedó más remedio -por presión de los turistas- de volver a la cafetería, y durante todos esos cambios vertiginosos e inútiles la Mesa del Finado siguió sin ocuparse.
Lo llamativo es que la noticia del hombre muerto en esa mesa tuvo un espacio mínimo en los medios y las apostillas vecinales el día del infortunio. Con lo cual podría haber sido olvidada a las pocas horas. Y tal vez, en efecto, nadie recuerde aquel episodio infausto de un muerto sin historia. En estos tiempos ninguna noticia dura más de dos minutos en el cerebro de la gente ni en la pantalla de su celular. Vivimos la era lo efímero. Pero, aun así, a esa mesa a lo largo del tiempo no se sentó nadie. Fue como si el rayo de la desgracia le hubiera caído encima a la manera de una maldición ineluctable. Como si desde el más allá un ser de otras galaxias, un dios de voz inaudible le soplara al oído de cada parroquiano y de cada turista lo que debía hacer al momento de llegar a la esquina de Piaf: no cometer la torpeza existencial de sentarse a esa mesa. No desafiar a los dioses ni al destino. Sola y vacía para siempre, como si fuera una propiedad del último hombre que la habitó antes del suspiro final, la mesa mantuvo su perenne ausencia hasta hace dos meses en que una mujer la eligió de entre todas las de la vereda, se sentó en la silla, pidió un jugo de naranja exprimido, lo tomó y se fue. La noticia hubiera pasado inadvertida sino fuera porque a los pocos días Piaf dejó de existir, para luego, en tiempo supersónico, reencarnarse en Vito, su versión actual de restaurante. Habrá que ver qué pasará con la mesa vacía: si los dueños decidieron retirarla de la vereda, o si, carentes de superstición alguna, permanece allí, a la espera de que este nuevo ciclo del negocio supere el influjo inexplicable de su leyenda negra. O vuelva a caer bajo su ineluctable maldición.
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