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Encuentro con El Zorro

Ocurrió en un descampado ubicado detrás de la Terminal de Ómnibus, el lugar donde por entonces -año 1978- paraban los circos que llegaban al pueblo. Ese año, además, había ocurrido un temblor que tenía en vilo a los vecinos: el Mundial de Fútbol había traído la televisión a color y aquella epifanía tecnológica seguía habitando las conversaciones, a partir de la inesperada encrucijada con que la modernidad había irrumpido sin aviso.

El Zorro llegaba a la ciudad como número central del Circo Real Madrid junto a Fernando Lúpiz, un joven actor que era campeón argentino de esgrima, y el número cerraba el espectáculo en un duelo a espada con el falso capitán Monasterio. Los pibes del barrio de la Terminal limpiaron el baldío donde se iba a levantar la carpa a cambio de entradas gratis para ver el espectáculo. Dos funciones con localidades agotadas había sido la respuesta inmediata de los vecinos a la presencia de El Zorro. Muchos padres llevaron a sus niños sin avisarles que en el epílogo del espectáculo aparecería el mismísimo Diego de la Vega montando a Tornado. En efecto, cuando Guy Williams apareció por un extremo de la pista el mundo pareció detenerse en ese instante único. Fue como si el aire hubiera sido atravesado por el rayo del asombro que petrificó la exclamación de la multitud. Como si el propio Zorro hubiera salido de las pantallas de los televisores blanco y negro para ocupar la cocina y el comedor de cada casa. Porque tras un silencio de espasmo atronó la más grande ovación que conjugaron las voces de los niños con las voces de sus padres, celebrando tal vez ya no que El Zorro estuviera esa noche de cuerpo presente, allí mismo, en carne y hueso, con su máscara, su espada, su caballo, sus botas, su sonrisa angélica y perfecta. Tal vez aquel júbilo y aquella estupefacción tenían que ver con que ese hombre llamado Guy Williams fuera eso, un hombre como cualquiera de los hombres, más allá de su leyenda viviente, y ya no sólo el personaje que había fascinado a millones de niños y adultos por su condición de héroe perfecto.

Fue tan conmovedora la aparición de El Zorro, su victorioso duelo con el falso Monasterio, su imponente metro con noventa y dos centímetros, erguido sobre el caballo, que nadie de los que con el paso del tiempo recordaron esta historia pudieron verlo a Guy Williams como realmente estaba. Esa noche tenía 52 años, algunos kilos de más que no menguaron su gallarda figura, y unas canas blancas serpenteando sobre el pelo perfectamente recortado. Ya habían pasado casi veinte años de los días en que el propio Walt Disney lo había elegido en un casting para una nueva serie de televisión basada en el personaje creado por Johnston McCulley. El tiempo y las pérdidas habían hecho lo suyo. Pero ningún niño percibió aquel declive evidente ni siquiera cuando Williams, en el acto final, se sacó el antifaz ante el delirio emocional de la muchedumbre, y se acercó al borde de la pista para que los chicos pudieran tenerlo a la mano, como hacía al final de cada función donde acariciaba el flequillo de los niños sin dejar de sonreír pero también sin proferir una sola palabra. Su inglés hubiera acabado de un solo golpe con la fantasía.

Dos hechos ocurrieron antes y después de la función despedida. El primero fue juzgado como incomprensible, si no fuera porque Williams era un hombre de este mundo y se cree que no estaba atravesando uno de sus mejores momentos económicos. Sólo por esta conjetura se nos permite suponer que aceptó entrar de la mano del comerciante Juan Vicente Martínez Belza a su bazar. Había un abismo moral, por decirlo así, entre ambos. Seguramente Williams se ganó unos pesos que Belza transformó en sables, antifaces y capas para su clientela, en sintonía con su estirpe de farabute sin escrúpulos.

El último episodio sucedió en un recinto gastronómico que se llamaba El Brocalito. Era un local pequeño y rectangular ubicado debajo de Radio Tandil. Williams, antes de irse del pueblo, había concurrido a un comercio de chacinados muy en boga en esa época: El emporio de los salamines (hoy Syquet). Tentado por la fama mundial de los chacinados tandilenses, el actor compró dos kilos de picado grueso. Al salir, un hombre alto y flaco lo llamó, desafiante, desde la puerta de El Brocalito.

-¡Helow, Williams -le gritó.

El Zorro sintió que lo conocía pero no supo de dónde. El hombre, que era manco, lo invitó a sentarse a su mesa. A partir de ese momento nadie de los pocos parroquianos que estaban en el restaurante pudo descifrar el contenido de la conversación. Williams y el manco hablaron en inglés y en un tono de severo contrapunto, como si uno le estuviera reprochando al otro una falta grave o algo por el estilo. De golpe, el manco tanteó con la zurda debajo de la mesa y como si hubiera ejecutado un pase de magia lo que de inmediato se vio fue el brillo de las espadas. Un silencio confuso cayó a plomo sobre el lugar.

El Zorro armó la guardia y tiró la primera estocada. Pero falló y de contragolpe el manco atacó y con su embestida le arrancó la espada de la mano. Guy Williams, perplejo, levantó los brazos. El Zorro saludó con una reverencia y salió del restaurante. El manco era un hombre que de niño había perdido su mano derecha en un accidente y en su juventud había aprendido esgrima en el Club Independiente. Durante años fue empleado del Banco Nación, lugar al que los vecinos iban a verlo para admirar la velocidad con que contaba los billetes a partir de su mano única. La zurda contrariada. Que se sepa, Williams nunca habló de aquel duelo perdido ante Héctor Lavandera, aunque recordó dónde había visto a su increíble oponente: en la televisión americana durante el show de Ed Sullivan que lo lanzó a la fama.

René Lavand tampoco quiso develar la razón de aquel duelo entre ambos ilusionistas, de modo tal que el episodio se convirtió en leyenda. Se sabe con certeza que no se trató de una puesta en escena para promocionar nada. La hipótesis más verosímil es que Lavand le reprochó a Williams que se hubiera vendido por unos pesos ante la codicia de un mercachifle de pueblo. Nunca más volvieron a encontrarse. Once años después de aquel día, Guy Williams moriría en Buenos Aires y sería sepultado en un entierro de lástima. Su biografía nunca contó cómo vino a perder el héroe su único duelo de espada contra un ilusionista manco en un pueblo de provincia.

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