VOLVER

Violín sin pasado

Un pibe, en la calle 9 de Julio, se pone a tocar el violín. Lo hace de pie y de espaldas a un local vacío, un local que parece haber comenzado su saga de fracasos desde el día que el dueño de la franquicia de Café Martínez, en su jornada inaugural, echó a dos muchachos del Taller Protegido que habían entrado al bar para vender sus plantas. Ya sabemos, pues, cómo terminó esa historia.

La cuestión es que el músico -por edad, por generación, incluso tal vez porque es probable que ni siquiera sea de la ciudad- seguramente desconoce por completo esta historia. Alguien, un comerciante solidario, le prestó el enchufe para que el joven violinista conecte su amplificador y pueda ganarse la vida con su música a cielo abierto.

Detrás del violinista asoma el pasado. Con el pasado ocurre lo siguiente: no lo vemos, pero está. Hay un pasado remoto y otro más cercano. La fachada del lugar donde el músico, alto, delgado, algo pálido, muy elegante con su violín, se dispone a ejecutar la primera pieza, está petrificada en su fracaso actual y su esplendor de antaño. Allí durante mucho tiempo, en las primeras décadas del siglo XX, estuvo la librería Carné. Luego, como ya sabemos, el mundo que inventó el Negro Julio César Díaz, un adelantado a su tiempo, gran fotógrafo y precursor de todos los que vinieron después.

Pero ahora no hay pasado: el violinista ocupa toda la escena. Sin embargo ocurre algo extraño: a nuestro joven músico se le ocurre empezar el concierto callejero con un tango que induce al regreso: "Volver". El tango, perfectamente ejecutado, funciona como una paradoja. Un muchacho -es decir lo más vívido del presente- reclama por el pasado a donde más de uno quisiera volver.

Un tanguero, loco de contento, lo aplaude en medio de la interpretación. El músico, en verdad, toca con estilo su instrumento. La versión en violín del tango que famosamente cantó Gardel y escribió su socio Le Pera es una maravilla en las manos del artista. Después interpreta "Por una cabeza", otro de los tangos que evocan la leyenda del Mudo. Tras los primeros acordes, los vecinos se van acercando al músico, y esto sí que es una novedad: hay una tradición no escrita en la idiosincrasia mental lugareña que expresa la perenne apatía que se le dispensa al músico callejero. Pero el violinista revela la excepción: de a poco hombres y mujeres lo van rodeando y el violín con su cadencia, con ese sonido que embelesa pero no empalaga, suspende por un rato esa masa llena de nada que llamamos realidad.

Entonces la fachada de un local que empieza a ser semblanteado como un lugar maldito (desde el fracaso de Café Martínez ya pasaron cinco comercios al hilo y todos cerraron), se puebla de acordes, de música, y el tango -que tal cual decía José Pablo Feinmann cifra la poética de la queja- se vuelve inmortal por ese instante de sosiego y dicha que ocurre un día cualquiera de la semana en la impertérrita peatonal bipolar.

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