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Infancia

Lo veo y siento que en ese momento, para el niño, está por suceder algo extraordinario que lo habrá de acompañar el resto de su vida. Un día que será como una revelación.

Nadie podrá enseñarle eso otra vez, aunque el día de mañana le vengan con otras técnicas y otros métodos. Lo que importa es lo que ocurre ahora.

El chico tiene no más de seis años. Su padre, a la orilla del agua, le va contando, paso a paso, el procedimiento, y sobre todo la disposición de los elementos en el orden que corresponde. Hasta que en un momento el padre cede la caña a su hijo.

Luego le indica cómo debe pararse en relación al lago, pero sobre todo cómo debe realizar el lanzamiento. El niño no sabe que esa primera vez será un mito de origen, un día que evocará con cierta dicha y cierta pena muchos años después, cuando su padre ya no esté.

Toma la caña, controla el reel, la plomada imprescindible, la tanza ávida. Toma aire, mira el agua, afirma sus zapatillas contra la tierra. No tiene la gomera entre los dedos. No tiene el hilo del barrilete.

Con sus dos manitos levanta la caña como un estandarte frente a los ojos del padre, la lleva hacia atrás y hacia arriba, hacia el cielo limpio y claro, y de un solo envión arroja la línea al horizonte líquido, al incierto abismo, hasta que sus ojos ven a los lejos flotar la boya como un sortilegio en el agua, y por el rabillo observa que su padre sonríe, o tal vez imagina que sonríe, y ya no importa tanto qué mensajes silenciosos le dará la boya parpadeante, sino lo que acaba de ocurrir por vez primera y última: esas cosas que sólo pueden aprenderse de padres a hijos en el paraíso perdido de la infancia.

Fotografía: https://www.crushpixel.com/

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