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La vanidad y "La canchita de Tati Erviti"

En el bar se vive una vigilia rara: tenemos dos días -hoy y mañana- sin partidos. El Mundial está detenido después de semejante vértigo. Roque dice que el parate viene bien para zafar de la sobresaturación, pero el Tucu no está de acuerdo: cree que la frenada interrumpe el goce.

-¿Coites interruptes? -ironiza Roque.

El Tucu, derrotado por la literalidad, lo corrige. Todavía resuena el fracaso de España que aquí, en el boliche, se ha vivido, hay que decirlo, con cierta dicha. Se notaba un agrande importante en los gallegos, como si fueran la reencarnación de aquella selección de toque demoledor que ganó la Copa del Mundo en 2010.

En este punto me permito comentarles a mis amigos un enemigo silencioso del fútbol, una suerte de bacteria incurable: la vanidad.

-¿Cómo sería eso? -dice Roque.

Intento formular el argumento de la manera que más me gusta: trayendo el Mundial de Qatar a nuestro pequeño lugar en el mundo.

Si bien "raza superior" no está en su mejor momento, no me parece que durante su exitosa perfomance en los Mundiales (los alemanes ganaron tres), hayan cometido el pecado de vanidad. Sí lo hizo Brasil justamente en el Mundial 2014 que perdieron en su casa y con humillación al paso: goleados con siete pepinos por Alemania. Ese Mundial Brasil creía que lo ganaba caminando y su selección exhibió la vanidad casi obscenamente, hasta que se encontró con la peor noche de su vida.

A España le pasó lo mismo: le metió siete goles a la pobre Costa Rica en la zona de grupos y hasta parecieron sobrar ese tramo iniciático del Mundial. Quedaron primeros con una llave muy abierta, pero ayer nomás el humilde Marruecos les dio un baño de realidad y los mandó de vuelta.

-La vanidad se puede a ver a simple vista, es una bacteria que prescinde del microscopio -les digo a mis amigos-. Se refleja en las declaraciones, en la expresión, en esa soltura algo cínica de un equipo o de una estrella.

-Por ejemplo Cristiano -aporta el Tuco.

-Exacto. El caso emblema. Ahí lo tenés a CR7. Biotipo de la vanidad elevada a la infinita potencia. Vanidad y ego son parientes muy cercanos. El tipo destrató a sus compañeros, insultó al entrenador que lo sacó durante el partido, creyéndose un intocable, y de golpe se encontró en el infierno: el técnico lo mandó al banco y el pibe que entró por él hizo tres goles. La cara de orto de Cristiano en el banco es una de las perlas inolvidables de este Mundial.

Acá, en "La canchita de Tati Erviti" una vez, en el año 70, pasó algo parecido. Todos recuerdan, supongo, dónde estaba la canchita, sobre calle 25 de Mayo, entre Alsina y Roca, a mitad de cuadra, mano izquierda. Después hubo otra, pero esa fue la primera, donde jugaba Tati y sus amigos Coquena Fucé, el Petaca Gómez, los hermanos Guido, Alberto Gonet, Daniel Bares, el Paty Musa. Ahora debe haber un complejo de departamentos, o algunas casas, no puedo estar seguro porque hay lugares por lo que decidí no pasar nunca más. La canchita del Tati es una de ellas, sobre todo desde que el Tati, tan joven, murió.

Una vez, decía, en medio del picado, un pibe pidió entrar, jugar para alguno de los dos equipos. Eso solía pasar en el potrero. De golpe un aparecido, un extraño, que vaya a saber de qué barrio llegaba, se acercaba tímidamente, se ponía detrás del arco (la canchita ya en ese momento, en su tiempo de esplendor, tenía sus postes de madera, sin redes), y esperaba que la pelota se fuera al fondo, a los yuyales del pulmón de manzana, o a la calle, para tener la oportunidad de ir a buscarla y preguntar si podía prenderse en el picado. Eso pasó y tal vez de lástima, porque la pinta que tenía ese pibe era la de un tronco de pura cepa, el Tati le dijo que sí, que entre, que jugara para los otros salidos del pan y queso, y los otros le hicieron lugar pero con la previsión oportuna: no le pasaron de entrada la pelota. Cordiales sí, pero boludos no. Un tronco, todo el mundo que haya jugado al fútbol de pibe y de adolescente lo sabe, se detecta en el acto: en la facha, en el gesto ausente, en la forma de pararse, en cómo lleva puesta las medias, en fin, un halo revelador lo persigue: el tronco, el patadura, el no nacido para la pelota era un personaje clásico de los potreros de entonces. Pero bueno, tampoco se podía ser tan energúmeno como para no dejarlo entrar. Ahora sí, pasarle la pelota ya era otra cosa.

El equipo de Rodolfo Tati Erviti venía haciendo lo que hacía siempre: ganando por goleada donde fuera, mucho más en la fortaleza de la localía. Cinco a cero en los tiempos donde el picado se terminaba cuando caía la oscuridad. Ni la lluvia lo paraba. Pero la noche y los gritos de nuestras madres, sí. Ahí había que terminar el partido. La cosa es que bastante antes de que cayera el atardecer, con una leve sombra insinuando el final de la tarde, el partido había entrado en una zona turbulenta: el tronco había hecho cinco goles al hilo y no había forma de pararlo. Estábamos cinco a cinco y lo detuvo, finalmente, el grito de Nelly Stipich, la esposa de Graciano Musa, dirigente de Santamarina y fanático boquense. Nelly caminó los cuarenta metros que separaban su casa de la canchita del Tati Erviti y le dijo a su hijo, Patitín, que los deberes de la escuela lo estaban esperando. Fue la excusa ideal para terminar el partido. El Tati, todavía sorprendido, lo saludó al tronco y le dijo que regresara al día siguiente, pero nunca más volvimos a verlo por el barrio.

-¿Y quién era el fulano? -pregunta, de cajón, Roque.

Le digo que no tengo la menor idea, pero que todos sabemos cómo terminó la historia, con nuestro súper héroe, el Tati Erviti, llegando a la primera de Santamarina, jugando para el equipo de la hazaña mágica: el que jugó el Regional y llegó al Nacional en 1985, quince años después de aquel picado en la canchita de calle 25 de Mayo.

Ese equipo aurinegro, el que llegó al Nacional, era el monumento a la humildad. No había estrellas, ni celebridades, ni exitismo, ni goce al rival. Es decir, no sufrían de la bacteria de la vanidad que se llevó puesto, ayer, a España y que es nuestra gran ilusión respecto a lo que viene en un plano muy realista. Tanto Brasil como Francia están en otra liga. Brasil, que aprendió de 2014, exhibe una fresca alegría. Se divierte dentro y fuera de la cancha. En el micro van cantando al Estadio, es algo que está en su naturaleza. Pero Francia, la Francia soberbia y engolada, atacada de un narcisismo patético, destila una vanidad insoportable. Creen que ya ganaron el Mundial, que Mbuappé es la síntesis de Pelé, Maradona y el gordo Rolando, y que lo que les espera es un paseo hasta alzar la Copa.

Nuestra gran esperanza, les digo a Roque y el Tuco, es que los franceses sigan así, sobrando al rival, envanecidos en su yoísmo de primer mundo, en su fútbol de elite, en la creencia de que, paseando, van a volver a ganar la Copa que ya levantaron en Rusia. La vanidad, les digo a mis amigos, es una distracción muy ladina. Los que jugábamos en la canchita de Tati Erviti lo sabemos muy bien el día que un tronco insospechado, humilde y con las zapatillas rotas, nos pintó la cara a todos.

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