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Monólogo del policía de la bandera

¿Y qué sé yo, jefe, imagínese, yo qué podía saber en ese momento? ¿Cómo sabe un hombre, aunque lleve uniforme, la forma con que va a reaccionar? ¿Me formaron en la Vucetich para este día? ¿Me formaron para saber cómo debe comportarse un policía el día que lo cuelgan de un andamio, para parar a una multitud, a segundos después de que nuestro seleccionado haya pasado a la final del Mundo? Diga la verdad, acéptelo: no nos formaron para eso. Ni a mí, ni a usted, ni a nadie.

Estamos para otra cosa, jefe, pero órdenes son órdenes y a pesar de que ese día cumplía años mi hija, y a pesar de que ese día la verdad es que yo de mil amores me hubiera quedado en mi casa, con mi familia, hice lo que me ordenaron: fui a cuidar el Banco, bueno, perdón, el Banco que ya no es banco, que será un shopping algún día, pero que ahora es eso que vemos: una obra en construcción. ¿Y desde cuando un policía tiene que subirse a un andamio para para cuidar una obra en construcción?

Ya sé lo que me va a decir: que no estábamos cuidando una obra en construcción sino un edificio histórico, o lo que queda de él, y todas las pertenencias que hay adentro, porque parece que el otro día, en el festejo de la foto que dio la vuelta al mundo, algunos avivados se afanaron cosas, herramientas, en fin, y entonces la presencia del policía, o sea la mía y la de mis compañeros, tenía una doble función: subirnos al andamio para evitar que algún demente se vuelva a trepar hasta arriba del edificio con el peligro de estrolarse y que todo se convierta en una tragedia perfectamente evitable, y la otra que a nadie se le ocurra volver a apropiarse de lo ajeno.

Digamos que para eso me mandó usted a ahí, jefe. Y yo, aunque me cuesta, lo entiendo. Y no se crea que no estuve un poco preocupado. Porque uno piensa, jefe, uno piensa: ¿y si ganamos -porque al final le ganamos a Croacia- y la multitud eufórica nos pasa por arriba? Porque nosotros somos policías, no súper hombres. Estábamos ahí, firmes, protegiendo la fachada, pero había una cuestión numérica innegable: si la muchedumbre volvía a atacar el edificio, para treparlo, mucha resistencia no le íbamos a poder poner. El cuerpo sí, porque para eso nos pagan, para eso nos formamos. Bueno, no: para eso no. Jamás me dijeron en la breve instrucción policial cómo proteger del escalamiento a un edificio en ruinas y a su vez a los tipos que quieren treparlo. Eso no lo aprendí en ningún lado.

Pero bueno, vamos al punto, porque para eso usted me llamó, jefe, y para eso yo estoy acá. Ya sé que la foto en el diario es, digamos, elocuente. Que para mal o para bien quedé escrachado. Ya sé que soy yo, no hace falta que me lo recuerde. Y ya sé que usted está un poco disconforme, digamos caliente, por la imagen que dejó la fuerza ante los miles de ojos que ya miraron y mirarán, por los siglos de los siglos, esta foto. Pero, ¿qué quiere que le haga? Yo estaba ahí arriba, en el andamio, y no sé quién -le juro que no lo sé, era tal el quilombo de los gritos y la gente y la alegría y que estábamos en la final-, no sé quién, le decía, me alcanzó la bandera. Ya sé que la bandera no vino volando sola, que no me la alcanzó el Espíritu Santo ni la reencarnación de Blanco Villegas, que tampoco sé quién es y según usted es el tipo que fundió el banco o algo así. Le juro por Dios: no sé quién fue, si hombre o mujer, si viejo o joven, si niño o adolescente, el que me puso la bandera en la mano. Y yo, ¿qué iba a hacer yo en ese momento? ¿Iba a despreciar a la sagrada enseña nacional? Póngase en mi lugar, jefe: la esquina estaba reventando de gente, todo el mundo cantando y bailando, y yo me voy a poner en el rey de los buches, el rey de los amargos, y le voy a rechazar la bandera a la señora o el señor que me la dio bajo el argumento de que no puedo, de que estoy en horas de servicio, de que primero está el orden de los edificios públicos y las propiedades privadas?

Así que agarré la bandera, tal como patentamente lo muestra la fotografía, y la moví, sólo un poco, sólo un poquito, porque a ver si me entiende, jefe, era nuestra bandera, la que ondeó en San Lorenzo, la que cruzó los Andes, la que peleó en Malvinas, era nuestra bandera, carajo, ¿qué quería usted que hiciera en ese momento? Sí, lo acepto, la hice flamear al son de los cantos, al son de la multitud, al son del que no salta es un inglés y al son, también, de mí alegría, jefe. ¿O qué se cree que soy, un robot se cree que soy?

De modo que humildemente acepto ser el de la foto, el de la bandera, el hombre de las fuerzas vivas que prestó servicio un día donde nadie trabajó -excepto las pompas fúnebres y los hospitales-, porque hay que decir la verdad, jefe, ni los telos trabajaron y es lógico: ¿a quién se le va a ocurrir encamarse el día que Argentina jugó el partido que lo llevó a la final del Mundial de fóbal? Entonces sí, acepto que soy yo, acepto que estoy sonriendo, levemente, jefe, levemente, porque yo también estaba feliz, como cualquiera, y si el fotógrafo del diario o algún turro con el celular me pescó con la bandera en la mano, bueno, me la banco y acá estamos.

Yo acepto su cara de culo, acepto su reproche, acepto que la imagen de la fuerza quedó levemente en ridículo. Lo que me parece una exageración, jefe, y se lo tengo que decir, lo que me parece una exageración es el castigo. Que me suspenda. Que me haya suspendido. Que mi foja de servicios se haya manchado por este episodio que duró como mucho tres minutos, jefe. Eso sí que me parece no sólo una exageración, sino algo mucho peor, jefe, y perdone que se lo diga así, tan crudamente y no lo tome como una falta de respeto: que me haya suspendido es una putada que no merezco, jefe, que no merezco.

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