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La casa de Maipú

La casa estaba ahí, o mejor dicho: todavía, algo de ella, está ahí. Y es raro porque tantas pero tantas veces pasé por ahí, o estacioné el auto o -más lejos en el tiempo- salí por la puerta de Maipú del Colegio San José, que debería recordarla, debería saber de quién era esa casa, quién vivió allí, sobre todo ahora que está a punto de dejar de ser.

O la están demoliendo, parcial o completamente. O la están reciclando. Ayer vi dos tipos trabajando con martillos, mazas y amoladoras, y sabemos qué ocurre, qué viene ocurriendo desde hace tiempo por eso que se llama de una forma un tanto reduccionista la ley del progreso: lo nuevo reemplaza a lo viejo y la casa, esa casa de un frente espacioso, construida -calculo a ojo- hace más de setenta años, ahora entró en la dimensión desconocida. O se convierte en nada o le dejan algo mínimo, un metro de fachada, algo que el nuevo proyecto contempló que podía ser útil, incluso para bajar unos mangos los casi 1000 dólares el metro de construcción.

Pero ese no es el tema. O sea, sí, debería serlo: cada día uno advierte que la ciudad muta. Que lo viejo (en verdad se debe decir lo antiguo) cede a la piqueta, a la sucesión de los familiares, a la desangelada herencia como destino, a la nueva geografía urbana de la ciudad, al desarrollo estratosférico de una urbe que cuenta, según el último registro, con 70 mil medidores. Es fácil sacar la cuenta de cuántos somos.

También es más o menos fácil sacar la cuenta de cuantas casas del siglo pasado seguirán cayendo. Lo políticamente correcto es decir que eso no está bien. Porque, en verdad, no lo está. Pero ya se sabe que la verdad es la única realidad. Una casa antigua, grande, de frente interesante, de fondo generoso, una de esas casas de ayer será un edificio de mañana. Sobre todo porque los dueños así lo han decidido. De modo que ni me crucé a preguntarle a los tipos que estaban en la obra qué era lo que se venía, porque bastó mirar hacia el fondo para ver cómo la obra avanza en altura de atrás para adelante.

Lo primero que pensé y lo que sigo pensando es de quién era esa casa. Tantos años andando por ahí, por la zona, el colegio, la Chacabuco, el Jardín de infantes, y ahora, como si un hueco sin fondo se hubiera abierto en mi memoria, por ese pozo se cae la casa, se caen sus dueños, los recuerdos más elementales, por ejemplo el de su fachada ahora en proceso de cambio, o de destrucción, o de reciclado o de demolición. Todo esto me recuerda que una señora que conozco me avisó que otra casa, la de mi infancia, la de Chacabuco 37, está en la mira de la topadora. "Tenés que ir, recorrerla por última vez", me dijo la mujer que por ahora vive ahí. ¿Habrán ido por última vez los dueños de la casa de Maipú?

Acabo de terminar de reconstruir desde el minuto cero lo que es una de las casas más antiguas de Tandil, la que hoy ocupa el Bodegón del Fuerte. Se levantó sobre los escombros de la Fortaleza de la Independencia, en 1882 y ahora, protegida por ordenanza, sigue en pie. Más allá de que se trata de mi trabajo, para mí es un placer secreto pasar por la vereda, mirar hacia dentro y conocer hasta el último secreto de la historia de esa casa, su primer dueño, sus plantas, quiénes hicieron el jardín, la leyenda del moral, cómo le fue llegando el agua, el gas, el baño que reemplazó al excusado, los planos del agua corriente, los vínculos familiares, las genealogías de las familias que la habitaron, los ciclos de prosperidad y desdicha, los vecinos que la rentaron como comercio, del que la construyó, de cómo era la casa en su origen y cómo terminó ciento cincuenta años después. Miro el Bodegón del Fuerte desde afuera y veo toda la historia detrás de su fachada.

Cada vez son menos las antiguas casas de la ciudad que pueden resistir en pie. Pienso ahora que esta casona de calle Maipú, al irse, se lleva no sólo todo lo que pasó allí, entre sus paredes, las familias que allí durmieron y comieron y soñaron, las alegrías y las tristezas que la habitaron. Se lleva también el afuera inmediato: las risas de los alumnos del Colegio. Los gritos de los chicos en libertad. Los llantos de los alumnos del Colegio, el saludo de sus maestras, la salida de los repetidores, de los que aprobaron o desaprobaron los exámenes de diciembre o de marzo o las previas. Veo la imagen de un hombre, una mañana de 1976, que atraviesa la puerta del Colegio, cruza la calle y se recuesta, vencido, sobre el frente de la casa. Levanta el brazo, lo apoya sobre la pared, esconde su cabeza en el antebrazo y se pone a llorar. Cinco minutos antes el director del Colegio le ha dicho que su hijo de dieciséis años es un pequeño demonio con la lapicera, que no le interesa nada, que ha creado un periódico clandestino donde se burla de los profesores, de los hermanos, sobre todo del Hermano Francisco, y que alguien así no puede seguir en las aulas de la Institución. Ese hombre, inmigrante, rudo, sensible, entonces, colmado de vergüenza solloza de rabia e impotencia sobre el frente de la casa de Maipú, la casa que ahora se lleva también esas lágrimas entre sus ladrillos que pronto serán escombros de un tiempo sepultado.

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