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Entonces no vamos a dejar pasar el día sin escribir sobre el amor, no tanto por la fecha, que ya sabemos de su impronta comercial, sino por el amor en sí.
Ya sabemos que, para el pensamiento cínico (o bueno, si se quiere extremadamente agrio y pragmático), el enamoramiento es una estado de idiotez inexplicable; para los románticos -alguno hay todavía- es el pico máximo del sentimiento, el Aconcagua del amor, con perdón por la cursilería, y para la mayoría de la gente es algo que pasa o pasó muy pocas veces en la vida. Una conexión misteriosa y secreta que debe provenir de un orden cósmico y que solía darse en los tiempos más proclives para el amor: la juventud.
Eso dice el manual, pero -siempre hay un pero- sabemos que los manuales le erran. Además vienen impresos en la letra chica, tipografía que se ha hecho célebre por el tufillo de estafa. La letra chica siempre esconde una trampa. ¿El amor también?
Creo que no. Que, en definitiva, la trampa se la hace uno. Cualquiera ya a esta altura sabe perfectamente que el enamoramiento dura quince minutos, o dos meses, y que después, si hay una continuidad, ese es el momento del amor, o de la construcción del amor. Hay también una lógica del pesimismo fundada en el realismo: "El amor es eterno hasta que un día termina", dijo Vinicius de Moraes. Una las vilezas de la época -escribió Borges- es que ya no podemos creer en los finales felices de las historias. El lector lo entiende como un gesto condescendiente del autor, como un recurso artificioso.
Algo de esto, en efecto, pasa en estos días con el amor. Cuesta creer ya no sólo en su inusual existencia, en sus esporádicas apariciones (hablo del amor, no de las historias leves que se hacen presentes con la misma fugacidad que un relámpago); cuesta creer que en la azarosa ruleta donde campean los desencuentros, donde la bola siempre va caer en el número equivocado, alguna vez esa suerte de encantamiento recíproco, vertiginoso, esa adrenalina que transforma las horas y los días, se le ocurra rescatarnos de la postración escéptica. No hay peor enemigo para el amor que el escepticismo, el descreimiento o la resignación atesorada en el pensamiento de que si alguna vez pasó -y lo tomamos y lo disfrutamos hasta beber la última gota y quedar, como siempre ocurre, rotos y perdidos tras el final-, eso ya no volverá a ocurrir. Y está claro que si uno lo piensa, y lo dice y lo enuncia, pues definitivamente lo hace.
Me gusta volver a un párrafo luminoso del Negro Dolina, acá va:
"El verdadero milagro de la vida no es encontrarse con uno mismo, que después de todo no es más que una paradoja de quinta... Lo importante es encontrarse con alguien. Esos efímeros puentes que dentro de este mundo de islas algunos suelen tender; efímeros porque duran muy poco y hechos quizás de la misma materia de la que están hechos los sueños.
"Por ahí, cada tanto, en esa horrenda soledad que es la vida, uno liga un puente. Un puente que se puede tejer con un cariño o con un amor; quiere decir que en este mundo donde todas las citas son fallidas, o casi todas las citas son fallidas, en donde casi todo consiste en ir a esquinas donde nadie acude, en donde casi todos los encuentros fallan.
"Mi vida es ir a buscar y no encontrar, y es así... Salvo alguna que otra vez, como flechas luminosas en la noche, en que uno va a una esquina y hay alguien, bueno... yo creo que eso merece festejarse y festejarlo con dignidad, y hacer digno ese pequeño puentecito que se ha tendido.
"Sólo una vez en la vida de un hombre pasa un centímetro cúbico de suerte y sólo la pescará el que esté todo el tiempo atento. Nos toca sólo un cachito de suerte en la vida y el peor de los pecados es dejarla pasar. Hay que estar atento a las señales, atento a las citas, que se cumplen, pero son muy pocas, atento a los sueños que se dan, pero son muy pocos...".
Es exactamente lo que piensa este autor de provincias. Hay que estar atentos al cachito de suerte y no cometer el pecado de dejarla pasar.
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