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Las interacciones de mi sitio web en su fan page y mi Facebook marcan claramente que de la Saga 200 Años con las fotos que publico cada día de mi archivo de imágenes (y de las que me envían los lectores) hay un segmento, por decirlo así, que es el más visto: las fotografías de los personajes. ¿Por qué será?
El fenómeno empezó a verse de entrada y se confirma tras más de dos meses de publicar fotos a un promedio de 10/15 fotos por día: primero vienen los personajes, luego las imágenes del Tandil antiguo; y detrás la ciudad de nuestra juventud. A hoy la fotografía más vista sigue siendo la de un vendedor ambulante de café: el inolvidable Basso Café Café.
Ahí nomás, pisándole los talones, vienen Macoco (una foto hermosa que sacó Rody Becchi, con el personaje cruzando la calle portando su botella y un imprescindible perro a su lado), don Lino, el pizzero más emblemático y también más querido del Tandil de los años felices y Fabián Alonso, que era un niño grande y en aquella ciudad chica todo el mundo solía verlo dirigiendo el tránsito, llevando la batuta de la Banda de Música Municipal o en cualquier situación parecida.
Hay otros personajes que también treparon alto en la aprobación de los lectores y en la cantidad de posteos que lograron. El último, José Conti, un vendedor de billetes de lotería que supo tener su parada durante muchos años en el Banco Comercial, fue recordado con detalles más próximos a los detalles propios de la literatura (sus zapatos blancos) y a su estilo de sociabilidad: educado, sobrio, siempre correcto, en su trabajo de vender la ilusión de sacar la grande a cielo abierto.
No hay que haber estudiado sociología para entender lo que está pasando, a metros del bicentenario. La ciudad ya no tiene personajes. Los personajes han fenecido de muerte biológica pero también de muerte cultural. No hay lugar para ellos. El combo letal del correctismo político y la gravedad cero de los usos y costumbres de la ciudad presente (donde el ruido agobiante y la inmersión en el celular dominan el paisaje), determinaron su extinción. Dipi Di Paola fue el mejor escritor de los nuestros, y todo un personaje en sí mismo. ¿Alguien puede creer que hoy -a dieciséis años de su muerte- él podría tener el lugar que ocupó en la comunidad? Resulta imposible imaginar la figura de un escritor perfomático, antisistema (razón por la cual lo adoraba la juventud), que vivía como una suerte de Sócrates en la indigencia, mezcla de genio y niño maldito, caminando por nuestras calles? ¿Le perdonarían a Lino Cescatti los clientes de sus pizzerías, los usuarios de esta era vacua, su pasión por la timba? ¿Podemos imaginarnos a Camilo Borga entrando a Cheverry (o sea el Bar Ideal que frecuentó) de piyama, poncho, mate y termo? ¿Alguien reconocería de entre la bruma de la ausencia al Pata Prestifilipo y su bicicleta con doble tracción?
Hay un axioma que se parece a un lugar común, pero es la más cruda de las sentencias: cada hombre es hijo de su época. La nuestra, la que añoramos no por nostalgia de los paraísos perdidos sino simplemente porque éramos vitalmente jóvenes, coincidió con el último resplandor de los personajes in situ, de verlos, de compartir las calles con ellos y sus extravagancias, la forma con que rompieron el molde, una patrulla de locos lindos y locos chapa que hoy no sólo están fuera de tiempo: se cayeron del universo mismo al abismo insondable del big bang. Se los llevó el río del olvido, la dictadura de las modas y un Yo Social extremado en la figura de: Caretaje o Suicidio.
Los personajes, nuestras decenas de hombres y mujeres que se hicieron a sí mismos cuando el pueblito pintoresco los tenía como parte de su patrimonio social y cultural, vinieron con una sabiduría ontológica: supieron cuándo debieron brillar y supieron también el momento en que debieron apagarse.
En la Saga 200 Años que publicaré hasta el 4 de abril, los lectores -vecinos al fin- les tributan el cariño y el reconocimiento que tanto merecen. Son los más vistos, como siempre.
Fotografía: Horacio Becchi en la muestra "Vecinos Entrañables".
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