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Cruel en el cartel

El dato me lo había pasado un lector, pero me pareció algo irreal, no porque no pudiera ser posible, sino porque el negocio estaba tan incorporado al paisaje de esa calle -Mitre- que costaba imaginarlo en modo bóveda, ya sepultado en un tiempo ido, ya sólo hecho de estricto pasado.

Volví sobre mis pasos y entré al local de al lado, una pilchería. Le pregunté si, en efecto, Invisible había cerrado, y la respuesta, lacónica, de la joven mujer que atendía el negocio se enunció carente de toda subjetividad. No había ni emoción, ni tristeza, ni la menor ondulación en su tono de voz.

-Sí, cerró -dijo.

-¿En serio? -pretendí cerciorarme.

-Sí, creo que desde febrero -abundó.

Agradecí y seguí mi camino. Miré por última vez la fachada, el nombre de fantasía colgando aún del frente del local, como una marquesina en estado vegetativo: Invisible, en efecto, había pasado de la metáfora con que Luis Alberto Spinetta honró el nombre de su banda que comenzó como un trío a la literalidad más absoluta. En su persiana baja resplandecía, lúgubremente, su más pálida invisibilidad.

Los memoriosos estarán de acuerdo en algo: Invisible, el negocio de instrumentos musicales fundado por el Flaco Marcelo Vallejos, fue lo más parecido a un pionero en el rubro. Está claro que antes habrá habido algún otro, pero nosotros -la generación del 80, quiero decir la generación en que fuimos jóvenes- crecimos allí dentro. Su primer local estuvo en la Galería Italia, exactamente (creo) donde hoy Federico Romera arregla computadoras y afines. Era un local chico, pero hecho a la medida de lo chica que era la ciudad de entonces. Invisible nació entre 1980/82 de la mano de un tipo al que le gustaba mucho la música, pero que por entonces todavía llevaba colgado en su prontuario de estudiante secundario el haber arrojado una máquina de escribir por el aljibe de la Garilaucha (neologismo que referenciaba a una escuela donde iban a parar todas las ovejas negras de la ciudad).

Marcelo era músico, guitarrista. Creo que su primera banda fue Becuadro y uno de los pocos músicos -de la generación bohemia, escasamente afecta al trabajo- que debió salir a remarla, a laburar. Abrió Invisible y todo el mundo que quería una guitarra, un bajo, una batería o un juego de cuerdas le compraba a él. Todavía en la otra galería (la única que funciona más o menos, la de San Martín y 9 de Julio), estaba el negocio del viejo Lancelloti, pero más orientado a la música clásica, y con la fortaleza de origen de ese hombre que conocí muy vagamente: parecía un sabio afinando los pianos a domicilio). Para la generación beat, entonces, estaba el Flaco Vallejos. A él se le compraban los instrumentos y en Vereda Musical se compraban los discos. Ese era el universo de la música en los 80.

Ahora que cerró, después de algo así como cuarenta años, la pregunta más elemental es cómo hizo el Flaco Vallejos para mantenerse de pie, competitivo, mientras llegaban las generaciones jóvenes y él envejecía. Cómo pudo equilibrar la dinámica de demanda de un rubro muy cambiante hecho para la juventud, cuando tu propia juventud languidece, a veces en correlación con tus ideas. Lo vi algunos años detrás del mostrador al Negro Juan Carlos Balgane (Blancanieves), pero me dediqué a la escritura, razón por la cual a Invisible lo seguí pispeando de lejos, como petrificado en el tiempo, mientras le crecía, imparable, la competencia con locales mucho más espaciosos y abundantemente stockeados.

Ahora que no está más, ahora que el Flaco Vallejos se terminó de bajar del escenario más difícil (dejar conforme a un músico con el instrumento que le vendió), pienso en Spinetta. Tiene en Tandil el nombre de una escuela, en los confines de Villa Laza y algo más que no recuerdo mientras escribo este artículo pensando más en el pasado que en el presente. Todos los que quisimos al Flaco Spinetta lo volvimos a ver mil veces, omniprescente, en el cartel que un día, cuando urdió su pequeño sueño de acordes, robertones y politonales, colgó el Flaco Vallejos, en su nombre y en su honor. Fue hace cuarenta años. No es poco, mucho menos en este tiempo, en la era del vacío, la desangelada época de la obsolescencia programada.

Entonces todos éramos jóvenes, más o menos roqueros, de jardineros y pelo largo, andábamos en zapatillas y queríamos aprender a tocar algo, una guitarra, un bajo, un teclado, lo que fuere. Todos escuchábamos a Invisible, fundada en 1973, todos cantábamos sus temas: "Los libros de la buena memoria", "El anillo del Capitán Beto" y no teníamos la menor idea de lo que estaba por venir. Como dice el tango "Afiches", ahora la marca registrada del negocio de instrumentos musicales más histórico de la ciudad, se desvanece cruel en el cartel. Pero aún así para muchos de nosotros refulge como un diamante loco en nuestra memoria y se obstina en quedarse allí.

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