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Estafados y estafadores

Hacía rato que no pasaba por el bar y -tal como ocurre en la liturgia retórica de los bares- la actualidad siempre se impone en las noticias con que divagan los parroquianos. Está claro, entonces, que la estafa a los tandilenses que pretendieron llegar al Monumental para ver a la selección argentina seguía dando vueltas por las mesas.

El Tucu, a quien no le interesa la historia en ninguno de sus matices, sigue perjurando, todavía escandalizado, que nunca se había visto algo así en Tandil.

-¿Cómo qué no? -lo que más me gusta es provocarlo, sacarlo de su eje argumental.

Roque llama al mozo y dice que hoy paga la vuelta de café porque agarró el 28 a la cabeza. Como no juego a nada, siempre me pregunto cómo será la ecuación final en el arqueo contable de su vida con la quiniela, pero, por las dudas, prefiero no preguntar. No sea cosa que se arrepienta del convite.

-Convite, un ritual de las pulperías de antaño -digo, agradeciendo el gesto-. Si uno convidaba y el otro no aceptaba, ahí nomás sacaban los facones.

-Me parece que estás exagerando -Roque se acomoda en la silla y yo acepto que un poco sí, porque de eso vive un escritor, de la hipérbole, pero no en el caso de los estafetas.

-Decí estafadores. No te queda bien la jerga carcelaria -me corrige.

El Tucu insiste:

-Nunca se vio algo así. ¿O me vas a decir que alguna vez en los doscientos años que tiene este pueblo embocaron a setenta ñatos de una?

-Sí, te voy a decir que estás equivocado.

-No me jodas.

-El tema sos vos que no tenés memoria. Ni guita. Te puedo asegurar que en este mismo momento hay más de setenta tipos pensando cómo los garcó el "finacista" Curratola..

-Curatola -vuelve a corregir Roque.

-Curratola, según mi neologismo. Y no fue hace tanto. El delirio de querer ganar la guita fácil con una mesa de dinero en alguna isla del Caribe. Curratola fue en cana, pero el listado de los gilversores tandilenses nunca apareció. Cualquier cosa, cualquiera, antes de exponerse al quemazo.

El Tucu acepta a regañadientes la derrota. Roque va un poco más atrás, al año 1988.

-¿Te acordás del delincuente que se hizo pasar por el hijo del gobernador Saadi? ¿El que lo quiso estafar a Gino Pizzorno cuando era intendente?

-¡Te acordás! -el Tucu revive aquel petit escándalo casi con emoción, como si hubiera recuperado la memoria.

De golpe, tal vez por el devenir revisionista de Roque, recuerdo al primer estafado de la aldea.

-¿Quién fue? -Roque agita frenéticamente el sobre de café y luego lo vuelca sobre el pocillo.

-Un vasco. Un tipo importante para su época. Tan importante que hoy lleva el nombre de una calle.

-No empecés con los acertijos -el Tucu quiere que vaya directo al grano.

-Está bien. Darragueira.

-¿El de Villa Aguirre?

-El mismo.

-¿Y qué le pasó? ¿Quién lo acostó?

-Un polaco. Se llamaba Salomón Nowisch. Llegó a Tandil en 1855. Juan Fugl en sus "Memorias" describió a Nowisch como un tipo de apariencia agradable que asumía una postura militar y hablaba con aires de un profesor universitario demostrando una profunda erudición...

-O sea un chanta culto -aporta Roque.

-Y dotado de una muy amable conversación para engañar a personas de buena educación. Cuando Nowisch llegó a la aldea descubrió un estado de pánico ante los malones indígenas y la Fortaleza abandonada a su suerte. Su histrionismo, cierto conocimiento de las armas, y el temor de los vecinos, permitieron que el juez de Paz Carlos Darragueira, lo nombrara Comandante del Fuerte. Se trataba de un vertiginoso ascenso sólo concebible entre los despojos de un caserío que parecía haber sido olvidado de la mano de Dios.

-¿Y entonces?

-Bueno, el vasco Darragueira confirmó su falta de estaño, digamos, al confiar plenamente en Nowisch y entregarle en carácter simbólico el venerado sable del coronel Otamendi. Ahí Fugl le advirtió que el sujeto era un embaucador, pero el juez no entendió razones. Nowisch, entonces, lanzó la estocada final. Le informó a Darragueira que había comprado un centenar de cerdos gordos a precio de conveniencia; que había pagado la suma al contado pero que iba a necesitar, en calidad de préstamo, algunos pesos más para completar la operación. Darragueira, crédulo hasta el fin, puso la diferencia y concedió un gesto póstumo: le prestó también el recado de plata, símbolo y fetiche de la prosperidad de la época que se utilizaba a la hora de hacer un negocio para impresionar a la otra parte. El polaco Nowish se subió a la galera con el dinero y el recado de plata de juez, el sable del coronel Otamendi al cinto y su sobreactuada postura de mariscal heroico que iba en dirección a la batalla. Puso la galera en dirección a Buenos Aires y nunca más apareció por el pueblo.

-O sea que cagadores hubo en todas las épocas -aporta el Tucu.

-Sí, y gente que confía también -dice Roque antes de empezar a leer el diario de ojito.

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