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A la hora señalada

Todo lo que hagamos y digamos estos días -tal como está ocurriendo ahora en buena parte de los medios- saldrá en los diarios dentro de 100 años, cuando se celebren los trescientos años de Tandil.

El problema, si lo hubiera, es la posteridad. Si tenemos en cuenta que por entonces todos vamos a estar muertos, no hay muchas razones para preocuparse. Pero igual nada podemos hacer contra el porvenir. No podemos como sociedad escribir el futuro. Lo que digan o lo que dejen de decir no está en nuestras manos.

Salvo lo que queda escrito. Ahí sí aparece como una idea de perennidad, de eternidad. Basta leer el discurso de las autoridades del centenario al pie del monumento al fundador, en el Parque, para corroborar el poder de la letra, la palabra escrita. Eso que no se lleva el viento. Esos textos, esos discursos, esa idea de ciudad que tenían -la que dejaban atrás con el centenario y la que se aprestaban a vivir- está en los diarios, en las hemerotecas, en viejos álbumes históricos donde ellos escribieron eso que les estaba ocurriendo en su aquí y en su ahora. Murió el casette, el VHS, la cinta magnetofónica y toda la tecnología que los precedió, pero quedó la palabra impresa. La letra sobre el papel. El eterno papel que nos devuelve aquel pasado de 1923 y nos instala la inquietud sobre el lejanísimo 2123.

A cierta gente esta cuestión del bicentenario no le va ni le viene. A otra gente, sí. Advierte el devenir silencioso de la Historia, su deslizamiento y lo que no siempre pasa, lo que no todas las generaciones tienen la suerte de vivir: ser contemporáneos a un acontecimiento histórico. Se podrá decir que después del 4 de abril viene el 5 y la vida seguirá como siempre. Aun aceptando esta lógica de almanaque, nada será igual para quienes creemos en las leyes ineluctables de la Historia y en los ciclos que se inician tras la conclusión de una centuria.

Nada será igual para Tandil después del bicentenario. Es decir, nada cambiará abruptamente, como nada cambió de golpe en 1923. Pero si miramos los sucesos posteriores, trece años después del centenario fue fundada la Usina Popular, y ese dato es central para lo que ocurriría inmediatamente después: la energía eléctrica de la Usina terminó de modelar la industria metalúrgica, que fue al fin y al cabo fue el gran ordenador del trabajo y la producción del Tandil del siglo pasado. Algo así como cuarenta años después del centenario nació la Universidad, en la forma primigenia que la concibió Zarini, y ya nada fue lo mismo. Ese siglo terminó con el advenimiento formidable de las comunicaciones (Radio Tandil, 1970), la televisión (Canal 8 y 10 de Mar del Plata) y finalmente la televisión por cable (Cablevisión 1985). La ilusión tecnológica dominó el siglo XX, sobre todo después que Neil Armstrong pisó la Luna.

Estamos a cinco días de los doscientos años. No hay que ser portador del oráculo para saber lo que viene, o por lo menos lo que más se le demandará al Estado: mayor suelo urbano para la construcción de viviendas, emparejar el Tandil próspero con los sectores más vulnerables, ir por las grandes obras hídricas y de infraestructura, planificar el crecimiento, sobre todo en el cordón serrano, una zona muy sensible que requiere gestionar la tensión entre la voracidad inmobiliaria, los negocios que esa voracidad encubre, el cuidado del patrimonio más valioso y el propio desarrollo de la ciudad.

La otra cuestión está presente desde que comenzó el proceso de globalización: cómo sostener la construcción de una identidad arraigada en un fuerte sentido de pertenencia, mientras el tsunami hegemónico de la aldea global montada del sobre el corcel de intenet y las redes sociales amenaza con aplanarlo todo: lenguaje, moda, tendencias y nuevas formas de socialización donde la idea de la vecindad es, casi, un bien perdido.

Todo esto está flotando en el aire y terminará de caer sobre nosotros después del 4 de abril, a la hora señalada.

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