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De Carlitos a Giselle

Tengo un ejemplar de El Eco, de la década del cincuenta, con un título inquietante: Hoy canta nuestro Carlitos Gardel en el Teatro Astral, se lee. Para las nuevas generaciones informemos que "nuestro" Carlos Gardel era Carlitos del Campo. El hombre se creía hijo natural del Mudo, de allí que el diario, en un ataque de tierno costumbrismo, titulara asignándole a Carlitos la certidumbre extrema de ser ontológicamente el hijo de Carlos Gardel. De modo que si lo decía el diario, ¿por qué no iba a suscribirlo tan enfáticamente nuestro inefable personaje?

Sin embargo una teoría se impuso sobre la otra en términos cuantitativos. Es decir, para la inmensa mayoría Carlitos del Campo era un psicótico. Estaba, digamos, loco. Y como a todo loco lo perseguía la burla, por un lado, y cierto cariño por el otro (dualidad que nos obliga a preguntar: ¿quién está más loco, el que vive adentro del ataúd de la hipocresía o Macoco?). De modo que el matutino no dudó en titular que hoy cantaba nuestro Carlitos Gardel en el Teatro Astral. Fue, en efecto, un campeonato de cantores aficionados en el que se presentaron las estrellas de la época, y a todos los artistas los supo acompañar en el piano el distinguido músico Carles Sales, quien era el curioso poseedor de una incómoda particularidad estética: cuando tocaba el piano, algo que hacía muy bien, en su cara de dibujaban las muecas más extravagantes mientras escupía involuntariamente las teclas. Entre los conjuntos de la época aún se recuerda a la Jazz Band Centenario, la cual cometía un acto de realismo mágico fascinante. A uno de los músicos, Eugenio Pagés, sus compañeros le decían que cantaba como un perro, y durante la memorable canción titulada Mi perrito juguetón lo único que le permitieron decir fue "guau guau", y juro que no estoy exagerando. Carlitos del Campo subía al escenario con el atuendo que iba vestido por la vida. Como un Gardel auténtico con el toque de desmesura en el detalle de la funda vacía del largavista colgado del cuello. Todo en Carlitos era un simulacro y en ese borderline en el que se bamboleaba su mente, él era un tipo feliz. Cantaba mal, hacía que tocaba la guitarra rasgando al aire el instrumento, y al momento de presentar una canción, decía: "Ahora, de papá y Le Pera...El día que me quieras". Era un gag medido que combinaba con otro bocadillo de su rutina: la sutil humorada de dedicarle el tango "Yira yira" a todas las madres presentes en la sala.

Hay, se cree, tres tipos de locos. El loco lindo; el loco que se piró de verdad y los locos moderados, esos tipos que alguna vez en la vida cometen una locura impredecible. Una de las perlas más extraordinarias que ocurrieron en la aldea y que ejemplifican ese acto de inconsciencia súbita, ocurrió hace unos treinta años.

Cierta mañana la vecina Giselle del Sterk Szonyi pidió hablar con el Director de Cultura del municipio. Daniel Eduardo Pérez se imaginó lo que se venía. Hacía ya unos cuantos meses que cada vez que se cruzaba con Giselle, la mujer le pedía que le diera el Salón Blanco para la ejecución de un concierto de música clásica. Pérez nunca la había escuchado tocar y todo lo que sabía lo sabía por boca de la protagonista, quien le había mostrado una foto donde se la veía ejecutando el piano nada menos que frente a la mismísima reina de Inglaterra. Aún así, el historiador desconfió, pero puesto entre la espada y la pared ya no le quedó ánimo para inventar una excusa que imposibilitara la realización del concierto. La noche de la función el fausto imponente del Salón Blanco había obligado al público a llevar el atuendo de gala que ameritaba la ocasión. En primera fila, atento al protocolo, estaba el director de cultura, algunos funcionarios, el intendente y su esposa. En las filas siguientes sobresalía un público expectante, compuesto por los familiares de Giselle, amigos y algunos clientes de Bellas Artes, la casa fotográfica que ella y su marido atendían donde hoy funciona el Bar Tito.

La pianista abordó el escenario con el rostro excesivamente maquillado, el cabello sujeto a un altivo rodete y envuelta en un vestido blanco de tules desorbitados. Saludó haciendo una reverencia y se sentó en el taburete. "Oia, no trajo las partituras", pensó Pérez. Un hondo silencio se estableció en la sala. Entonces Giselle apoyó las manos en las teclas y metió los tres primeros acordes de la La Consagración de la Primavera. Acto seguido quedó paralizada contra el piano, como si la yema de los dedos se le hubieran pegado contra las teclas. Luego giró violentamente la cabeza al público y con una expresión trémula, dijo a viva voz:

-¡Se me olvidó!

Trascartón se levantó, saludó con un gesto demudado y desapareció del escenario. El público, estupefacto, dejó el Salón Blanco sin registrar que habían sido partícipes de una escena mítica. Fue el concierto más corto en la historia de la aldea. Siete segundos de pánico musical le bastaron a Giselle del Sterk Szonyi para inmortalizar su acto de inconsciencia que ahora brilla en la hojarasca del tiempo perdido tanto como brilla la sonrisa delirada de Carlitos del Campo y la funda vacía de su gardeleano largavista con el que hoy, seguro, nos está mirando a todos nosotros desde la estrella más lejana a nuestro domicilio.

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