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Dino y los herreros

No lo había visto, pero escuché a un escultor muy pagado de sí mismo rebajando la obra por el oficio de sus hacedores: "Son herreros", dijo. Y después descalificó la escultura con otros conceptos más o menos previsibles. Entonces, más allá del golpe bajo -sabemos que el rencor mueve montañas- me senté a esperar. Si uno algo aprende del tiempo que pasa, es precisamente eso: saber esperar al tiempo.

Y una noche, la de anoche, lo vi. Bajo una luna redonda, con esos primeros fríos que, aún tenues, empiezan a caer sobre la ciudad-cubito del invierno que se avecina, de lejos lo vi, como dicen que debe mirarse una escultura. O una obra de arte.

El argumento en contra es que es de chapa. Y claro, para los puristas la chapa no es el bronce de la solemne posteridad, no es el mármol de la alcurnia y la clásica elegancia, ni la madera de la belleza rústica. La chapa es la materia de los chapistas. En esos talleres donde el óxido reina sobre todo lo que vive y lo que no vive, la chapa es su alimento. Tiene mala prensa, además. Y no sabemos bien por qué. Uno de esos pocos instantes donde a la chapa se le bendice su existencia, es cuando llueve. Cuando una llovizna fina pero intensa cae contra la chapa de los techos y hace sonar la música más linda del mundo. La música que no puede producir la Inteligencia Artificial y el ChatGPT.

Entonces, se le bajaba el precio porque era de chapa. También porque no tenía que ver con nuestra identidad, como si un dinosaurio hubiera nacido y vivido en las colinas de Neptuno o en los anillos de Saturno. De modo que chapa y ajenidad fueron algunos de los argumentos que leí y escuché en el ágora tierno y libertino de las redes sociales donde cualquiera puede decir cualquier cosa y nadie pero nadie tiene-tenemos la grandeza de decir "no sé".

Bueno, yo mucho de arte no sé. Pero me gusta el tema. Voy a exposiciones, tengo libros de pintura, que es la rama del arte que más me atrae; también disfruto del arte moderno (las instalaciones, el simbolismo, lo ecléctico cuando no vira al mamarracho presuntuoso), en fin, mucho no sé, o sé muy poquito, pero sostengo un axioma que suele enarbolar alguna gente que sí sabe largamente de arte: el sencillo acto de que una obra te guste o no te guste. Mirá qué fácil es la cosa. Vamos a Borges: no hay por qué leer, dijo George, un libro que no nos gusta. No hay derecho a perderse ese tiempo. Hay libros invenciblemente ilegibles, dijo a propósito del Ulyses de Joyce.

Entonces, mientras esperaba, pensaba que a lo largo de estos veinte años (la cifra no es antojadiza, es el tiempo que Miguel Lunghi lleva en el gobierno), no me he traicionado a mí mismo, o lo he hecho lo menos posible. Y ese no estafarme -contrariando al correctismo político imperante- ha sido también coherente con la sinceridad que se debe tener ante un amigo: siempre le dije a Miguel lo que pensaba. Escribí hace poco que me gustó mucho el monumento al Quijote y la escultura de René Lavand; y que no me gustó para nada el Cristo de las Sierras, ni la réplica de la Piedra Movediza, un proyecto bicéfalo que cumplió con lo que requería como obra de ingeniería pero falló en su concepción artística.

Sin embargo, mi gusto es uno más entre miles, por lo tanto no tiene ninguna importancia. Cero, nada. Escribo esto porque vivo de la escritura, porque tengo un portal que es mi lugar de opinión, y, cuando puedo, escribo de lo que me gusta escribir. Así de simple. El domingo, en el Parque del Origen, cuando se inaugure el dinosaurio de cuarenta metros que se me reveló en medio de la noche como una aparición fantasmagórica, como el eco de una especie que anduvo dando vueltas por este cascote minúsculo llamado planeta Tierra hace unos doscientos millones de años, cada familia que llegue hasta allí, cada uno de los vecinos que se sienten en el pasto a mirarlo al Dino como un recién llegado a un lugar que -bueno es recordarlo- hasta hace poco tiempo era un basural al que no se sabía qué hacer con él, definirán de un saque, con una sola palabra, a lo sumo dos o tres, qué les parece la flamante criatura. Y, salvo las que vienen con mala leche, todas las opiniones son respetables.

A mí me gustó y me gustó mucho más que los hombres que lo hicieron, a lo largo de un año laborioso, en un taller del que no sabemos casi nada, sean herreros. Sí, herreros que fabrican rejas, campanas y cocinas. Que se enorgullezcan de ese oficio noble donde las manos de los hombres y de las mujeres (conozco muy buenas mujeres herreras) a veces se imbrican, a veces luchan, casi siempre dialogan con el metal irreductible. Y otras veces ocurre que alguien enamorado de nuestra ciudad (el empresario Marcelo Alonso que donó la obra) golpea la puerta del taller y les pide un trabajo, largo, extenuante y exigente, la alegoría de un dinosaurio pero en chapa. Sí, un dinosaurio enchapado, gigantesco, que fulgura en medio de la noche, ajeno a todo: a los elogios, a las críticas de buena y mala fe, a la luna absorta, a la mirada de los hombres, al titilar de las luces de la ciudad, ajeno, solitario, ensimismado, como si fuera el último de su especie, parado, vital, sobre sus patas, con ese vigor ancestral, esa pulsión arcaica de lo que fue y ya no es, y que sin embargo, por obra de dos herreros de acá a la vuelta, ha regresado para reinar sobre la faz de la tierra que alguna vez pisó, entre las risas genuinas de los chicos y la tarde quieta de los domingos en familia.

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