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Escribir en Tandil

La acertada idea de la librería Alfa -celebrar el bicentenario exhibiendo 200 libros de Tandil en su vidriera- no sólo explica un dato poco conocido, el de la ciudad con mayor producción editorial de contenidos locales, sino que revela una pulsión más profunda y su debido interrogante: ¿qué tiene Tandil para que tanto se escriba de ella?

Es, tal vez, una pregunta retórica. Pero como uno a veces escribe para entender, se podría ensayar alguna respuesta. No debe ser el aire (al aire de Tandil, recordemos, le debemos su mitro más famoso y taquillero: esa cuestión de que era curativo para patologías pulmonares en las décadas del 50/60 y hasta era recomendado por los médicos foráneos, la razón número uno por la cual aquí llegó el escritor polaco Witold Gombrowicz). El aire, entonces, no es. Los próceres de la pluma que nos antecedieron creo que tampoco: ninguno de los escritores admirables que tuvo esta ciudad -desde Juanillo Salceda, Lauro Viana y Dipi Di Paola- la pasaron del todo bien. A Salceda lo persiguieron por comunista y por eso caía preso cada tanto, Viana pidió destruir sus textos (algunos se salvaron) y el final de la vida de Dipi bordeó la indigencia. Está claro que hubo otros escritores importantes, pero en mi modesto criterio escasean las plumas que le dedicaron enteramente la vida a la escritura.

Ahora bien, volviendo al punto de inicio: ¿por qué tanto libro sobre Tandil? Podemos inferir -y en esto me coloco adentro de esta tendencia- que hay una noción de identidad muy fuerte, tal vez un tanto pasada de rosca, pero que sin duda se asemeja a un motor que no para nunca, un motor en continuado, donde la ciudad funciona a veces como paisaje de la trama y otras veces como la trama misma. En el primer caso, el paisaje es un fondo para lo que se quiere contar: la historia del boxeo, la historia del teatro, la historia de las empresas, la historia de los clubes, de la universidad, del periodismo, etcétera. En el segundo caso, es la historia de la historia. Ahí Tandil está en el centro del relato. En estos días del bicentenario, está claro que la tandilidad predomina en todas sus variantes. Hay libros académicos, hay libros de divulgación y de todos los géneros que cuenten Tandil, acaso, por el acontecimiento histórico, en el pico más alto de su producción narrativa.

El factor Universidad también ha hecho lo suyo, a pesar de que hace tiempo ya haya dejado de existir, al menos formalmente, la Fundación Zarini que a través del viejo Departamento de Publicaciones que conducía Néstor Dipaola en la década del 90 (sin duda Néstor es el tipo que más ha escrito sobre la ciudad) fue un facilitador de publicaciones, en tiempos muy difícil para publicar.

Escribir en Tandil es un trabajo como cualquier otro si lo tomamos así. En un artículo de Alexandra Kohan, "El escritor como fetiche" cita dos pensamientos de escritores admirables. Uno de Hebe Ubart: "Es mejor que el que escribe no se sienta escritor". El otro de Juan José Saer: "En nuestra época, únicamente un escritor que no espera nada de sus lectores puede llegar a ser bueno". Saer es, después de Borges, el mejor escritor argentino que ha dado nuestro país. Tiene una obra extraordinaria y le costó más de media vida llegar a ser reconocido en el canon. Aprendió muy pronto que escribir es algo que está mucho más allá de los lectores, de la crítica, de la circulación en los medios y de la publicación en editoriales de renombre. En tal sentido, escribir es como parpadear, un acto involuntario y fuera de la razón. Saer, como Onetti, como García Márquez y tantos otros, eligieron su zona de escritura, en su caso Santa Fe, donde transcurre su obra.

Llegado a este punto, desde una cuestión personal la pregunta del principio tiene una respuesta precisa: el lugar como clave narrativa. Desde siempre elegí a Tandil como mi zona de escritura, mi Macondo insuperable. Acuerdo con Tolstoi en eso de que cuando uno pinta un mundo está pintando el Universo. La condición humana es la misma aquí o en China o en Estambul, los dramas, las alegrías, las esperanzas, las desilusiones son exactamente idénticas. También los grandes temas: el tiempo, el sentido de la existencia, la angustia ante la muerte. Pero cuando se elige ese micromundo como zona, como territorio, como escenario donde se hacen vívidas las historias y los personajes, uno está tomando una decisión fundamental: crear la textura mítica por donde circulan sus relatos.

El resto tiene que ver con un valor que para mí representa el diamante del escritor y (para darle un término bien capitalista) el commodity de la escritura: la imaginación.

Hace unos días estuve en la escuela primaria 31 de El Centinela. Hablé con los chicos y su maestra de la leyenda de la roca erguida y alerta. Como tantas leyendas antiguas no sobresale por su originalidad ni su belleza. Casi todas las leyendas de antaño exudan tragedia y barroquismo. Les propuse que hicieran -o hiciéramos- una nueva leyenda para ese lugar que es su pequeño mundo, su escuela. Les gustó la idea y dentro de poco, si las musas ayudan, el Centinela tendrá una leyenda urbana nueva para contarle al turismo, a sus vecinos y a los que se acerquen a ella. Crear una leyenda es algo que requiere de un tesoro que a los chicos les sobra: fantasía indómita, ilimitada y mucha energía creadora y de estímulo por parte de su maestra Evangelina Sieben. Ellos también entonces estarán escribiendo sobre Tandil, algo que viene pasando como un acto previo a la decisión de ser escritor, una cuestión que está completamente por fuera del oficio de escribir.

En la biblioteca infinita de la tandilidad hay notables ejemplos de lo que yo llamo "libros raros", es decir libros que no fueron escritos por escritores, pero que sin embargo están allí, válidamente, dejando su legado. En una de las bibliotecas de mi casa tengo cerca de doscientos ejemplares y hay de todo: desde El arcano estético de Camilo Borga (que vendría a ser nuestro Macedonio Fernández) hasta las inefables memorias de un suboficial de la policía bonaerense; desde un médico que decidió contar su vida con los pájaros hasta otro vecino que escribió como si fuera el eslabón perdido entre Cervantes y Góngora. En fin, todos sabemos que escribir es una cosa y publicar es otra. Y todos sabemos también que hoy en día ya no es una epopeya publicar un libro. Con el cambio de tecnología hacer un libro está al alcance de todo el mundo, y es algo sin duda para celebrar. El gran secreto acerca de qué tiene esta ciudad para que se escriba tanto de ella o en ella es uno de los dilemas del bicentenario. Es una gran suerte que vivamos aquí, que cada uno haga lo mejor que puede con su pluma, y que tengamos muchos libros, como Alicia Laco y Fabiana Castaño y su librería de maravillas, para vestir una vidriera.

Cada libro hace su recorrido y se nutre de otro y de otro, en una especie de hilo de oro con que va andando la historia de la escritura en este valle de entre sierras, página por página, a través de las diez generaciones con que llegamos a los doscientos años.

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