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Inversiones y desarraigos en "La Sierra Prometida"

A diez cuadras del Monte Calvario está Villa Laza, un barrio que en tiempos pretéritos -desde la década del 50- se lo consideraba suburbano, es decir fuera de la urbanidad, o debajo de ella misma. Terminé en este rincón del pueblo como la mayoría de los que nos criamos dentro de la urbanidad, es decir en el interior de las cuatro avenidas hace cincuenta años. O sea, afuera.

Pero aquel afuera hoy se convirtió en el adentro. El verdadero afuera, en el Tandil del bicentenario, está más allá de las cuatro avenidas grandes, es decir en la nueva periferia donde han ido creciendo nuevos barrios, por ejemplo Graduados, o el barrio del Parque Industrial (por innominado), o la barriada de La Elena y tantos otros conglomerados nacidos al calor, por decirlo así, del truculento desarrollo de la ciudad.

De modo que los que en los 70 vivíamos en "el centro" terminamos lejos de él, pero los que viven en el Tandil actual están definitivamente en los suburbios, en las orillas, en la última línea del horizonte de la llamada urbanidad. Si es que consiguen una casa para alquilar. O si es que tienen la gran posibilidad de poder comprarla.

Hay muchas razones para explicar qué nos pasó, el porqué de tan desmesurado crecimiento y lo que produjo: un precio estratosférico en el valor de la tierra y las propiedades. Con tiempo y espacio hablaremos de eso. Pero hay otro "afuera" que nada tiene que ver con el que se extiende todo un gran sector de la ciudad, pongamoslé las barriadas que crecen en el norte de la ruta 226, la retaguardia de la Movediza, y otras que van floreciendo en la distancia.

Hay un afuera inminente y próspero, con neto sello foráneo. Si alguien dice "Faro Verde", para la mayoría de los tandilenses eso no significa nada. Los que están un poco más en el tema ubican, detrás de esa marca, al Mulen, el hotel que hizo pie en Tandil hará algo así como diez años. Pero quienes sí conocen del universo inmobiliario y de los negocios, saben perfectamente que "Faro Verde" concentra una suerte de imperio financiero hecho de la más absoluta ajenidad (el neologismo fideicomiso parece resumirlo), de gente con mucho dinero cuyo rostro jamás conoceremos, y que acaban de dar un paso en la ampliación de sus negocios adquiriendo, en este orden:

1) El Hotel Amaike (según las fuentes en algo así como 3 palitos verdes).

2) La falda del cerro del barrio cerrado, el Club House y la cancha de golf de Nicola Parasuco (siete palitos, según los mentideros del empedrado).

A esto hay que sumarle un desembarco de carácter inminente: el grupo inversor que compre las tierras del Tandil Auto Club, una operación que aún no terminó de cerrarse, pero que viene impulsada por el perfil que tomó la zona cero del Tandil turístico del siglo XXI: Don Bosco nunca volverá a ser lo que fue. Por lo mismo, ya se anticipan polémicas entre los nuevos desarrollos de negocios o inmobiliarios (o ambos) y la defensa del patrimonio paisajístico de la ciudad, sumado a la carencia de servicios que tal desarrollo de la urbanización acentúa y los reclamos de los vecinos que se vienen dando a repetición. También entre los que protestan están los propios prestadores turísticos. El agua vale oro en esa zona.

Pero algo más está ocurriendo en estas horas, una nueva forma de tener que irse de un lugar, o de que el lugar -a través de la mano invisible del mercado- de alguna manera te saque, por las buenas, elegantemente, ante una forma de avasallamiento edilicio que está convirtiendo lo que parecía ser el Puerto Madero local en una especie de cambalache urbano, con cierta tendencia al mal gusto. Me refiero a la Avenida Brasil, el centro comercial emergente que cambió los usos y costumbres de un barrio.

Una amiga que vive allí desde hace por lo menos treinta-cuarenta años, está haciendo las valijas. A una edad, cerca de los setenta, donde supongo que no tiene ningunas ganas de mudarse. Pero una empresa constructora empezó a levantar un edificio al lado de su casa, y ya haciendo el pozo comenzó el descalabro de su vivienda, por lo cual, para evitar males mayores, que seguramente iban a ocurrir, mi amiga y su marido debieron tomar una medida pragmática y dolorosa: venderle la casa a la empresa y dejar el barrio y esa lindísima vivienda donde habían hecho su lugar en el mundo. Es decir que hasta a "los vecinos originarios" de Brasil se les está poniendo cada vez más difícil vivir en derredor a esa avenida glamorosa e híper urbana que en los 70 era un hilo de pavimento pedregoso, poceado y oscuro que terminaba en el cementerio.

Es cierto que el domingo salimos en la revista La Nación con un título extraordinario para que la inmigración VIP siga llegando: "La Sierra Prometida". Con el fetiche del unicornio Globant como la quinta carabela de la globalización (la primera fue el hipermercadismo; la segunda, la telefonía celular; la tercera, internet y la cuarta el comercio electrónico), está claro que Tandil es cara, es rica, es populosa, como lo vaticinó su fundador: también, para muchos (sobre todo para los tandilenses que alquilan), es un lugar de imposibilidad y de continuo desarraigo. Es la generación milleniamm, la de nuestros hijos, que ni por asomo puede comprar un terreno, mucho más sin el apoyo de una línea de crédito para vivienda. Son los vecinos que van del centro al barrio, del barrio a la periferia y de la periferia a las localidades rurales (los terrenos en Gardey valen una fortuna). Es la notable paradoja que nos presenta la ciudad en la que todos queremos vivir.

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