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"Ni el tiro que usted me va a pegar"

El martes en el Bodegón del Fuerte presenté una publicación con la historia de esa casona, un trabajo que me había pedido Franco Cabrera, el año pasado, y que de alguna manera también tenía como contexto el bicentenario. Construida en 1872, seis años después de la demolición de la Fortaleza de la Independencia, la casona, hoy protegida como patrimonio histórico, había llegado a su última versión -la gastronómica- de la mano de quien la inventó. Un hombre que hacía algo así como treinta años me había contado una historia que recordé perfectamente al momento de presentar el libro.

"Vi la casa y me enamoré. Hablé con mis socios, la alquilamos, hicimos un gran esfuerzo, invertimos cerca de 200 mil dólares para transformarla en lo que hoy es. Tuve que poner un departamento porque la obra, que duró 9 meses, nos llevó mucho más dinero que el que habíamos pensado y finalmente, como aquí había estado el fuerte, en un dejo de creatividad, la bauticé como 'Bodegón del Fuerte'", dijo Franco Cabrera al público, entre risas, cuando tomó el micrófono. Digresión: la posta del discurso la siguió Miguel Lunghi al señalar que Martín Rodríguez cuando llegó con su expedición encontró a una persona, a Franco Cabrera, pensando dónde poner un restaurante.

Con ese giro de humor que descontracturó la solemnidad tediosa que suele acompañar a los actos donde se presentan libros, me tocó el turno como autor de hacerme cargo de la palabra.

Dicen que el recurso lo inventaron los yanquis, que son maestros en el arte del espectáculo, por lo tanto el chiste de Franco (que según me contó después, tomó por ese lado para no emocionarse ante el recuerdo de su madre ya fallecida, y que el ánimo no le jugara una mala pasada), forma parte del catálogo imprescindible al momento de decir un discurso: siempre hay que tener un chiste a mano. No hay nada más relajante que el chispazo del humor, si tenemos en cuenta su definición más primaria: el humor es sorpresa intelectual. Así funciona la cosa.

De modo que al hablar, conté primero algunas cuestiones de la casa: que fue construida por el italiano Antonio Bellame, que la corporación municipal le donó los terrenos (desde Rodríguez al 300 donde empezó a edificarla hasta Belgrano al 500 donde concluyó con el inmueble del ahora Bodegón), pero que recién le dieron la escritura cuando tuvo todo construido, modo que el municipio había encontrado para asegurarse la urbanización del pueblo luego de cincuenta años de fundado. Que la casona se levantó entre dos acontecimientos polémicos: la destrucción del Fuerte -en su propio terreno, digamos y con vecinos que no querían que se demoliera- y unos meses antes de la matanza de inmigrantes donde fue sindicado Gerónimo Solané, Tata Dios, como su instigador. En esa brevísima transición Bellami empezó a levantar su imperio, a favor de las buenas relaciones que tenía con el círculo rojo de entonces, de sus saberes de constructor y del compromiso para el progreso del pueblo (niveló la plaza, ayudó en la construcción del templo danés, etc.). Y además de todo eso, era masón.

Conté que en medio de la investigación histórica que naufragaba a falta de documentos, planos, escrituras, datos en Obras Públicas, catastro y tantas otras tantas pesadillas, apareció una voz providencial, la de Alejandra Puchuri, que vivió en esa casa, amó ese lugar y tenía toda la historia en su cabeza y en los documentos, desde el minuto cero de la construcción. Le debo a ella y a su confianza haber podido reconstruir toda la historia y la genealogía familiar que habitó la casa.

Para el final me dejé una anécdota que casi nadie conocía, en sintonía con el humor de Franco y de Miguel. Retomé un episodio que el mismo Franco me había contado hace muchísimos años, de sus comienzos como empresario.

Dije que en la vida de todo emprendedor hay victorias y derrotas, dichas y adversidades. A veces, incluso, alguien empieza mal y le termina yendo bien. Franco es un ejemplo de este recorrido. Un día -conté- se le ocurrió fundar un local gastronómico (no recuerdo su nombre), cuando ya había dejado de ser lavacopas en Yamó. Buscaba su independencia, la meta que se propuso cuando llegó de González Chávez y encontró en la gastronomía social -la categoría tiene que ver con su habilidad para llevar gente a los lugares que crea- el norte de su vida.

Pero en el origen, en su primera incursión, algo salió mal y el negocio no caminaba. Crecían las deudas y el desánimo. También el malestar de los proveedores. Uno de ellos, de Buenos Aires, se vino a Tandil para cobrar lo que nuestro personaje le debía. Franco Cabrera dio la cara, lo recibió e intentó explicar que le había ido mal, pero que en cuanto se recuperara le iba a pagar peso por peso toda la deuda. El tipo, muy enojado, no entraba en razones. Quería el dinero ya. Franco advirtió que, además, llevaba un revólver en el cinto. Y quien lleva un arma proyecta un deseo y le pone dialéctica al bufo. Por eso el proveedor, con los ojos salidos de la furia, hizo esto: puso el arma sobre de la mesa y le dijo que si no le pagaba le iba a pegar un tiro.

Entonces a Franco Cabrera el Espíritu Santo o la musa de los gastronómicos lo iluminó. Y sacó de la galera una suerte de aforismo existencial que desarmó por completo al porteño. Dijo: "¿Sabe lo que pasa, señor? Que yo no valgo ni el tiro que usted me va a pegar". El enunciado dejó sin palabras, sin gestos y sin reacción alguna al tipo, que tras un silencio insondable, casi hasta metafísico, dio media vuelta y se fue.

Y así, porque el tipo se fue y el tiro no se disparó y Franco enderezó el barco de su vida, hoy tenemos el Bodegón del Fuerte (y unos cuantos restaurantes y pizzerías y cervecerías) donde él, con sus socios, todos amigos, aclara, se revela como uno de los empresarios gastronómicos más importantes de la ciudad. Cuando solté la expresión del tiro inútil, de la bala que no valía nada, hubo una gran carcajada del público que lo acompañó en este dato por cierto no menor: el Bodegón del Fuerte junto a Tierra de Azafranes son los únicos dos comercios gastronómicos que tienen un libro con que maridan sus platos, lo cual además le da un valor agregado a sus empresas. Había una historia antes de que Riki Camgros y Franco Cabrera llegaran hasta esos lugares donde aún fulguraba el diamante del pasado, y hay una historia desde que ellos la siguen escribiendo.

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