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De Suñé a San Ignacio

Pero, ¿vino o no vino Rojitas? Eso me pregunta un amigo cuando le cuento que en la infancia, no sé si por una cuestión de perspectiva física -cuando chicos somos más chicos que todo el resto del mundo- o mental o ambas, nuestros héroes eran gigantes. Y lo de Rojitas apareció cuando le conté la historia de Rubén Suñé, el recio mediocampista de Boca Juniors que una noche de 1971, cuando yo tenía diez años y ya era un boquense total, me mandó directamente a la mierda luego de que le arrojara un puñado de papel picado, en el final del partido que Boca Juniors jugó contra la selección de Tandil en la cancha de Ferro.

Como conté varias veces esa historia, ahora la resumo así: mi padre había comprado la mejor ubicación (no quiero pensar el dinero que le salió y lo que le costó juntarla): unas sillas que habían colocado adentro de la cancha, a dos metros de la línea lateral. Y allí estábamos nosotros, el padre, la madre y los dos hijos. Y allí estaba Suñé, tras el pitazo final y el 8 a 1 con que Boca goleó a la selección serrana, cuando pasó lo que pasó. Yo, que con mi hermana me había pasado toda la tarde picando papeles para demostrarle mi admiración al ídolo, entré a la cancha propiamente dicha, abrí la bolsa de polietileno, metí la mano y en un gesto de admiración sin límites le tiré un puñado de papel que fue a parar contra el pecho del gladiador xeneize. Aquel inesperado "Rajá de acá, pendejo de mierda", me acompaña desde entonces.

-Eso ya lo sé, ¿pero Rojitas estaba? -insiste mi amigo.

Se refiere, claro, a Ángel Clemente Rojas, un volante ilusionista que tenía Boca, que jugaba con la cintura, uno de esos jugadores que salen cada tanto y de los que diría que casi ya no hay más. No era entonces el tiempo del fútbol físico: se jugaba a la pelota con un arte lentificado. Rojitas era como René Lavand, por decirlo así.

Entonces le digo que no me acuerdo. Que me parece que no, porque Rojitas también integraba el canon de mis ídolos, con Marzolini y Roma a la cabeza. Roma, Antonio Roma, sí que estaba. Vestido con un buzo negro, como los arqueros de antes. Con rodilleras. Roma se ajustaba a la proyección visual de la que hablaba al principio: era un gladiador, sobre todo para un niño que se lo topa de frente, que lo tiene, por fin, vívidamente ante sus ojos. Porque no era para nada lo mismo verlo por la televisión (cuando se podía ver algo que no fuera una nube vidriosa, esa bruma gris que nos devolvía la repetidora de Canal 8) que tenerlo allí, en vivo y en directo. Era la vida misma. La dimensión de lo real maravilloso, de tener a todo el equipo de mis amores ahí, al alcance de la mano (no vino Marzolini, pero sí estaban el "Muñeco" Madurga y Coch y, creo, Ovide y Savoy), en fin, el tenerlo a la mano, ante mis ojos, fue un acontecimiento emocional de tal magnitud que dejó para la anécdota todo el resto: el partido, los goles, las estrellas atónitas de una noche diáfana.

Más allá del episodio Suñé, por cierto agrio, siempre le agradeceré a Simón El Hage y Mariquita Musa -ambos trabajaban de sol a sol, mi padre camionero, mi madre maestra- para que sus hijos pudiéramos estar allí, en el lugar de los hechos, en el escenario de la magia. Porque la magia era precisamente que en un solo acto, en un parpadeo, mis ídolos salieran de la tapa de El Gráfico y aparecieran en el verde césped del Dámaso Latasa. De la pantalla de la tele en blanco y negro a todos los colores, con el azul y oro dominando el óleo, al barrio de la Estación con que esa noche del 71 se revelaron ante mí y ante miles de vecinos.

No lo supe ese día ni al otro ni al otro. Debió pasar un buen tiempo para entender la sustancia de tal epifanía. Cuando uno mira con los ojos de un niño, uno mira con el asombro, con la ingenuidad, con la ilusión y la expectativa de algo que se representa ante uno, en carne y hueso, pero, en ese instante, no existe la memoria de proyección. Uno mira embelesado a sus ídolos y esa es la noche perfecta. Lo que uno no sabe es que esa noche nos habrá de acompañar de por vida. Uno no sabe (Suñé no sabía y muy bien del marulo no estaba ya que años después se tiró de un edificio salvándose de milagro), uno no sabe, de niño, que ese momento quedará allí, en la memoria latente, a medida que pasen los años y se vaya de la infancia a la juventud y luego a la adultez.

Todo esto recordé ayer cuando tras la charla con los chiquitos y las niñas de quinto grado del Colegio San Ignacio, Marta Meineri me dijo esto: "Vos no podés darte cuenta lo que tu visita significó para ellos. Que hayan podido hablar y conocer el autor del libro que escribiste y en el que estuvieron trabajando todos estos días". Primero me reí, porque yo apenas soy un tipo que vive en esta ciudad, que escribe sus historias sin ninguna otra pretensión y que jamás me creeré nada de lo que no soy. Trabajo con la palabra y tuve la enorme suerte de vivir de esto en mi propia ciudad. De modo que eso que me estaba diciendo Marta lo podría haber aplicado a Paul Auster, Andrés Rivera, Juan José Saer, Juan Forn, Ricardo Piglia y tantos escritores que admiro.

La miré como diciéndole que no exagerara y me reí, y ella, advirtiendo mi sentido de la realidad y de mis propios límites en cuanto a ser nada más que un escribidor de pueblo adentro, me dijo: "No, Elías, no entendés. Para ellos esta tarde será inolvidable, la llevarán con ellos. Estuvieron y charlaron y tomaron notas y hablaron del libro con el autor que lo escribió. Son niños, ese es el punto, Elías. Te esperaron así, con tanto entusiasmo y expectativa durante dos semanas, con las tapas de tus libros decorando el salón, buscando tu página web para leer tus historias, dibujaron colectivos sobre las fotos que tomaron del libro del transporte, porque te querían conocer, y porque el autor había salido de las páginas de su libro para visitarlos a ellos en su escuela".

Entonces en ese instante me volvió a la memoria el "Chapa" Suñé, el papel picado volando hacia su pecho de gladiador azul y oro. Y su exabrupto inexplicable. Esa noche que me acompaña desde mis diez años hasta hoy. Y sentí que, como siempre, Marta, esa educadora de alma, tenía razón.

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