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El Bodegón y la leyenda del árbol moral

El libro del Bodegón del Fuerte es una investigación histórica de la casona de Belgrano 589. Durante la escritura sentí que la imponente y antigua morera que se levanta en los fondos de la casa me contaba algo al oído. Así me enteré de la leyenda del árbol moral. Comparto este relato del libro con los lectores, una historia de Giacomina, la hija de Antonio Bellame, el hombre que construyó la casa, y Biktor, un vasco jardinero y alambrador que un día del año 1920 pasó por allí y entró.

Tras su segunda viudez, Giacomina quedó sola, acusando el golpe natural de una doble pérdida. Era todavía una mujer relativamente joven, sin hijos que criar, y vivía en compañía del tesoro de sus recuerdos y el aroma de sus flores. No se volvió a casar, ni se le conoció ninguna otra relación que no fuera el amor por sus plantas y su jardín, pero fue precisamente el origen de un imponente moral de la casa lo que dio pie a una leyenda urbana que proyectó su recuerdo. Es lo que cada parroquiano que hoy concurra al Bodegón del Fuerte podrá "leer" mientras observa, al fondo, el imponente moral.

Según la fábula, una mañana un hombre joven, con aspecto de jornalero, morocho, robusto, de piel oscura y ojos claros, de estricta boina negra, que trabajaba en la chacras de la campaña removiendo la tierra a fuerza de pala, maza y sudor, es decir clavando los postes con que a través del alambrado se estaban dividiendo los campos y las estancias, cruzó la Plaza Independencia y le llamó la atención el jardín del solar que ocupaba parte de Belgrano y otro tanto de Rodríguez, incluida la entrada para los carros y la caballeriza. Estuvo un largo mirando las plantas de Giacomina, en especial las que no conocía. Al fondo distinguió la edificación amplia y llana, los dos aljibes, la espaciosa galería, el moral de frutas blancas con que la hija de Antonio Bellami alimentaba a sus gusanos de seda, y no supo por qué se vio golpeando la puerta, como si una fuerza poderosa e invisible lo hubiera llevado hasta allí. Cuando Giacomina se asomó y lo miró de arriba abajo sin pronunciar palabra, tropezó con la figura de un cuerpo fibroso, hecho con la materia del trabajo más rudo y crudo e inclemente que se conociera en esos tiempos. Supo de inmediato lo que significaba la tradición de su boina inalterable y ese trabajo bestial que sólo hacían los inmigrantes vascos -porque el gaucho creía que rebajaba su honor el tener que realizar una labor campestre bajándose del caballo. Giacomina aceptó que el hombre oficiara de jardinero, la sorprendió que supiera tanto no sólo de plantas y de flores sino también de los misterios de la tierra, de su textura, de cómo mutaba de acuerdo al clima y al aire y que parecía, aun reseca en temporada sin lluvias, un polvo de arcilla entre sus manos.

Se llamaba Biktor, que en euskera significa victoria y si bien nunca los vieron juntos, ni siquiera en la prudente distancia del trato entre la patrona y su empleado, tal los códigos sociales de la época, les fue imposible eludir el hilo sentimental que los envolvió y los sostuvo a la hora del atardecer, como si la primavera hubiera estado de su lado y los pájaros anunciaran la noticia de un romance platónico, también acorde a su tiempo. En el Tandil de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, un joven vasco alambrador sin otro capital que no fuera su trabajo y su fortaleza, y su bondad y su mandíbula de hierro y sus manos grandes y generosas por donde parecía caber el mundo entero, no podía aspirar a nada más que no fuera a ese trato cordial, a ese deseo soterrado, a esa forma con que se camufla lo imposible, lo que no podía ser, aunque sí parecer, pues de hecho así lo revelaba la forma con que se miraban uno al otro, la chispa que fulguraba tras el velo del respeto y la solemnidad que imponían las circunstancias.

Hasta que Biktor una tarde, lateralmente, mientras regaba el árbol de mora blanca le dijo, a través de esa metáfora floral que encontró de casualidad o por desesperación, todas esas palabras acalladas que tenía atrincheradas en su pecho, puesto que si no hablaba, de la forma que pudiera y en el único momento que tuviera para hacerlo, esas mismas palabras habrían de devorarle el corazón. "Este árbol de mora blanca, Giacomina, necesita de su compañero, un árbol de mora negra", dijo, frente al silencio mortal de la dueña de casa, y luego argumentó que si bien el árbol tradicional de los vascos era el roble, debido a su invencible vigor, en ese lugar, y señaló el confín del patio donde se levantaba el tapial de ladrillos, debería plantarse otro moral pero de moras negras, puesto que tal árbol significaba la resistencia y la fortaleza con que habría de perpetuarse y acompañar, en su opuesto, como el yin y el yang, como la luz y la sombra, como la derecha y la izquierda, al árbol de mora blanca cuyas hojas servían para criar los gusanos de seda, o sea dos árboles para la misma cría, dijo Biktor, completando el círculo de la metáfora amorosa en su natural proyección: los hijos. Y fue lo último que pudo decir porque Giacomina, aterrada, sintió que, ni aun buscándolas en el fondo de sí mismas, hallaría fuerzas para enfrentar lo que le esperaba: la imposibilidad de saltar hacia el vacío contrariando todas las reglas y los mandatos y las normas con que había sido criada bajo una fórmula simplista y letal: los ricos con los ricos y los pobres con los pobres. Su silencio fue la prueba más clara de su decisión, el rechazo, y la certidumbre de que aun lamiéndose las heridas, maldiciendo su falta de coraje y atrevimiento, no iba a poder moverse un centímetro de la parcela de vida en la que se movía, alejó también al jornalero, quien se fue sin palabras y para no volver.

Pero a nadie le pareció una casualidad que días después del último paso de Biktor por la casa, empezara a brotar de la tierra un tallo del cual se insinuaron las primeras hojas, unas miniaturas verdosas tan trémulas y vívidas como todo lo que acaba de asomarse al mundo, y que con el correr de los meses aquel pequeño junco cobrara la forma, la altura y el vigor hasta regalarle al mundo las primeras moras negras, a metros del árbol de moras blancas. Y a nadie le conformó entonces la versión de que el moral había nacido solo, por el vuelo casual de una semilla que trajo la brisa de aquella primavera irrepetible, de modo tal que más temprano que tarde Giacomina entendió qué habían hecho las manos grandes y sencillas del vasco jornalero y alambrador la última vez que se hundieron en la tierra del patio de su casa, con qué magia lo había plantado para que el árbol se reinventara asimismo tantas veces como fuera necesario, tantas veces como hoy aún pueden verlo quienes se asomen al patio del Bodegón del Fuerte: un moral invencible al frío serrano, a las heladas gélidas, a las inundaciones, a la poda que lo redujo a cero para volver a crecer en solo y vigoroso gajo como si nada hubiera ocurrido, alto, espléndido, colmado de moras que bañan con su color, que es negro y es azul cuando el disco del sol se posa, dorado, cada mañana y cada atardecer sobre su copa ancha y frondosa, sobre la legendaria morera que ha sobrevivido a todas las calamidades del progreso, los distintos habitantes de esa casa y el cambio de las épocas, y a todas las tristezas de los amores contrariados, pues ese fue el origen y la causa de su propia existencia, intacta a todos los vientos que la sacudieron y a todos los olvidos, como un testigo eterno que allí permanecerá hasta el fin de los tiempos.

Giacomina Bellami Esquerdo murió en 1933 y la leyenda del árbol del moral la sobrevive tal como lo que es: un mito urbano propio de un Tandil que se lo tragó el pasado. Un mito y una certeza: la de que el amor siempre es algo de a dos y que no hay amor más eterno y perfecto que el que nunca pudo ser.

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