Historias VOLVER

Fuera de temporada

Ahora que empieza a bajar la temporada alta del Bicentenario -para los que escribimos abril fue un mes terrible- me acuerdo todavía de una de las preguntas que me hizo un chico en una escuela, el día que fui a dejar un ejemplar de Ruedas sobre el empedrado.

Estábamos en el salón de actos de la escuela del barrio General Belgrano. Venía contando el significado de algunas cuestiones de la ciudad, el origen de la Portada, del Morisco, del Calvario, con la idea de que lo mejor de cada historia está en el interior, en el adentro, de lo que estamos observando. La Portada, por ejemplo, fue un ornamento muy bien pensado para levantarla entre la naturaleza del Parque Independencia, pero también fue la prueba cabal de una actitud perdida: el compromiso de la colectividad italiana para donarla a la ciudad en 1923, durante el centenario de Tandil. Eso que podría encuadrarse bajo el concepto de las vecindades activas. Eso intentaba explicar, la historia detrás de la Historia cuando vi su manito abierta, el brazo erguido, esperando con paciencia que sus compañeros cesaran las preguntas para formular la suya. Con una voz apenas audible me preguntó cuál era para mí la mejor historia de los doscientos años.

Le dije que eso no se lo podía contestar y menos en la escuela, pero que alguna vez, si encontraba algún libro mío en el futuro, iba a hallar la respuesta. Estaba pensando, lógicamente, en tres de las mejores anécdotas (género literario subvaluado por las plumas ilustres y que Andrés Casciari pone en su lugar al dictar un taller para escribir anécdotas) ocurridas en Tandil, pero sobre todo en una que tuvo como epicentro a Vela.

Es un relato con el que no gané (ni ganaré) ningún premio de nada, y que hasta la fecha sigue siendo el récord de lecturas de una historia escrita desde la periferia literaria, es decir desde una ciudad de la provincia de Buenos Aires cuya marca ha trepado a la estratósfera mundial (tanto que hasta con ciertas dificultades y mucha perseverancia se puede vivir de la escritura), pero que sigue estando lejos de la gran metrópoli, allí donde casi todos los escritores desean pertenecer, allí donde están las grandes editoriales, los medios, las capillas literarias, las pequeñas y grandes miserias de este oficio a escala Fama. En fin, la historia que no podía contar en esa escuela fue leída por medio millón de personas, bajo la vorágine digital de la viralización de internet, potenciada aún más cuando desde la misma metrópoli algunos grandes medios de comunicación me llamaron, atraídos por la bizarría fulminante de la historia, para que aportara otros detalles a la brevedad del relato que publiqué en un portal que co-fundé: El Diario de Tandil.com.

Esa historia que ocurrió en Vela produjo una suerte de confluencia literaria y escénica entre Fellini y Olmedo, un grotesco que tranquilamente podría haber escrito el Gordo Soriano bajo el influjo de un "trío sexual" en un pueblo perdido, tal como lo era la propia Colonia Vela que inmortalizó en sus novelas.

Un chacarero que le mete los cuernos a una mujer (la "Tigresa Velense") con la joven Marta, otra mujer del pueblo, y que no tiene mejor idea que irse a fornicar arriba de su camioneta en la puerta del cementerio, en pleno día. El Macondo de García Márquez califica en la Villa Cariño de la llanura pampeana. La Tigresa olfatea al infiel y lo sigue. Enfurecida, llega al camposanto y el advertir el clásico movimiento de la catrera ambulante, subiendo y bajando, con el chirriar de los amortiguadores de la chata, la exime de otra conjetura. Entonces la Tigresa corre hacia la camioneta, abre la puerta y empieza el roncanrol. El chacarero, cobarde, en un gesto inglorioso, huye a campo traviesa con los pantalones por los tobillos, dejando abandonada a la muchacha. La Tigresa abofetea a Marta, se sienta al volante de la chata y a toda velocidad, sin interrumpir el sopapeo, lleva a la mujer hasta el centro de Vela, hasta la puerta del Banco Nación, y la hace bajar allí, desnuda sobre sus zapatos trémulos, ante el vecindario atónito. Pienso hoy en la violencia de esta historia y me sigue llamando la atención que lo que aún se escuche sean las carcajadas de la audiencia. El episodio es dantesco y exhibe todas las pulsiones de la condición humana: la traición, la ira, el sexo un tanto fuera de contexto, la venganza y la cobardía del chacarero. Sin embargo, la risa, tal vez como una defensa última, se impone por sobre todo. El escándalo trasciende el propio revuelo velense y se convierte en una noticia nacional. Yo, por prudencia, evito ir a Vela durante un largo tiempo.

Cinco años después, en la fila del cajero automático del Banco Provincia, un hombre me toca el hombro. No alcanzo a darme vuelta porque su voz me detiene:

-No soy un cagón -dice.

No entiendo de qué me habla y eso le digo cuando por fin puedo verle la cara como marcada por la resurrección de un disgusto. Si uno es como se viste, el hombre sin duda venía del campo.

-Que no soy un cagón. Me fui para evitar males mayores.

No es la primera vez -ni será la última- que el personaje de una historia se me aparece en vivo y en directo, pero fuera de temporada.

-Esa historia ya fue -le digo.

-Sí, ya fue, pero si algún día llega a contarla de nuevo aclare el punto.

Le digo que con todo gusto, si llego a contarla otra vez, constará en actas la corrección del chacarero, uno de sus personajes.

Si el chico de la escuela que me preguntó por la mejor anécdota de los 200 años llega a leer esto cuando ya sea un adulto, tendrá la otra voz del escándalo hot en Vela. Medio millón de lectores por quince minutos de furia.

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