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Ponerla (o no ponerla)

Durante la presentación de mi libro se me ocurrió sortear un ejemplar con todos los presentes. El que sacaba el numerito se lo llevaba de regalo, pero había una condición posterior: que el ganador leyera una historia que yo había elegido previamente. Al sorteo lo ganó el amigo Emilio Pardo -para quien escribí el año pasado las 40 historias de sus recetas gastronómicas, libro que verá la luz el año que viene.

Es obvio que la historia, de extensión mínima (apenas diez líneas) tenía por objeto descontracturar el ambiente, aunque para cuando llegó el momento del sorteo un aire de complicidad flotaba en la atmósfera de la librería Alfa. Pero la palabra ya estaba empeñada y la historia elegida: había que hacer el sorteo y que el lector presente se ganara el libro y tomara el micrófono, de pie frente al público, para luego hacerse cargo de la historia.

Ahora, bien, después de la lectura de Emilio, cuando estaba firmando ejemplares, algo así como de cinco a diez lectoras me preguntaron qué hubiera pasado si el sorteo lo ganaba una mujer. La historia, por cierto, era mínimante gruesa, basada en la picaresca de un diálogo real ocurrido en un bar entre dos hombres. Uno joven y otra ya peinando canas, pero de -como se verá- de desmedida vitalidad.

A esta altura el lector se preguntará por la historia en sí. Tal vez no pueda con la ansiedad e intente saltearse párrafos de este artículo para encontrar el relato. No se lo recomiendo. Es una de las pocas historias -y la aclaración vale- en que no necesité apelar a las argucias de la ficción. Un diálogo corto, rotundo, lineal entre dos hombres. Uno que le pide una explicación, en los buenos modos que se le conocen al personaje, y otro que le responde con total y absoluta honestidad intelectual. Pero, como sabemos, toda historia tiene una historia previa. Hay un antes a esa conversación en el bar. Trataré de contarlo evitando, sobre todo, entregar ningún indicio de los personajes, ya que ese no es el punto. El punto narrativo tiene tres cuestiones: 1) El pintoresquismo literario de la historia, cierta cosa bizarra ante la enunciación como argumento a un faltazo. 2) Las confesiones entre hombres (algo no muy usual) y, lo más importante 3) La presunta energía que exuda el sexo, una energía que se proyecta más allá de la catrera, más allá de la pareja, más allá de eso que todo hombre o mujer tiene: un secreto. Somos la síntesis entre nuestros secretos (lo inconfesable, o lo que llanamente no queremos contar) y lo que somos en el ámbito público. Y nada más público en tanto ágora, para el caso que nos aboca, que un bar.

Toda anécdota, escribí alguna vez, tiene dos miradas. Una, la superficial, el hecho en sí mismo. El origen, el desarrollo, el final. Su trama es breve y para funcionar debe ser no sólo verosímil sino verdadera. Pero también toda anécdota construye una segunda mirada, es decir cuando nos atrevemos a ver qué hay debajo del agua de esa historia. Y ahí lo que vemos es el clima de época, la red de relaciones en donde se mueve el relato, y lo más sabroso: el diamante de lo que expresa. La esencia del relato. A cierta altura de la vida, los escritores sienten que valen más sus silencios que sus palabras. Lo que no se puede contar pesa sobre nosotros como el ancla del Titanic. Pero hay códigos al respecto. Según los míos, veinte años después de ocurrida la anécdota -según mi ética narrativa- la historia prescribe y debemos compartirla con los lectores.

La historia mínima que debió leer Emilio Pardo se puede contar perfectamente, como de hecho lo hice al publicarla en las Historias al paso II y él al leerla. Lo que no se puede contar son sus protagonistas. Ahí está nuestro límite. Uno es joven, no llega a los 45 años; el otro ya está cerca de los 70. Ambos en el bar piden lo mismo: un cortado en jarrito. La noche anterior ha ocurrido un acontecimiento: la inauguración de una empresa. El señor mayorcito, como proveedor, tuvo mucho que ver en la puesta en escena de la empresa, de allí que su presencia fuera muy estimada. El joven es un personal calificado de la firma, y lo que ahora le objeta es que el señor mayor no haya dado su presente, enviando a una delegada en su nombre.

Entonces Emilio Pardo toma el micrófono y lee el microrrelato:

Dos hombres están sentados a una mesa del bar La Vereda. Uno, el más joven, le reprocha con buenos modales al otro, que no haya asistido a un evento muy esperado, fiesta o algo así. El otro, que ya es un empresario algo mayorcito, se disculpa, se pone una mano en el corazón y le dice: "Perdoname, de verdad. Es que justo ese día tenía que ponerla. Y vos sabés que cuando yo no la pongo me vuelvo loco, me agarran nervios... ¡si hasta mi empresa pierde rentabilidad cuando no la pongo!". En fin.

Tras la lectura y las sonrisas, unas cuentas lectoras me preguntaron qué pasaba si la que sacaba el numerito era una mujer. No lo pensé cuando elegí, pero supongo que nada. La historia cumplía con el ingrediente 1) La síntesis literaria de su diálogo pintoresco. También con el 2) La faceta confesional masculina, no muy común. Y muy especialmente con el 3) La revelación, por parte del empresario mayorcito, que si él no tiene relaciones en tiempo y forma -por lo menos cada viernes, como el viernes de esa ocasión- su mente entra en colapso, se demencia y hasta expone a la empresa a un riesgosa pérdida de rentabilidad. Y conste que lo dijo en serio, totalmente convencido de su argumento.

¿Será tan así la cosa? Conozco mucha gente, en especial mujeres, que han estado largo tiempo sin sexo y no parece que nada extraño les ocurriera; casi diría que lo contrario: a cierta altura la intimidad en la catrera es previa y simétrica a otras amorosas intimidades, por ejemplo las del humor y el intelecto. Y que como dijera el viejo Borges, a veces el ser humano opta por la tranquilidad de la soledad a ciertos aspectos tormentosos del amor.

Pero un lector que estaba en la presentación me esperó hasta el final para dar su opinión sobre el episodio. Dijo: "Por supuesto que el personaje de esa historia entra en caos psíquico si no la pone. Pero esa versión, si usted me permite, es una mirada del hombre de las cavernas. Hay tantas cosas para hacer esta vida antes que acostarse con alguien...".

Otra lectora fue más allá y con la perspicacia que se le reconoce a la intuición femenina me dijo: "Ese señor tal vez dijo la verdad, él no puede estar sin ponerla, se enloquece, entra en crisis... pero dudo mucho que la afortunada sea su mujer...". Telón.

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