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Garilaucha y la adolescencia

El primer problema es que uno no sabe en qué andan los pibes, cuál es su clave generacional, el dilema de su época. Entonces uno llega a una escuela, se sienta frente a diez o quince adolescentes, y espera que esa mole de hielo que parecen edificar frente al desconocido que ahora ocupa una silla del aula empiece a ceder, gota a gota, a medida que avance la charla.

Esto sería a grandes rasgos una primera impresión de lo que me ha dejado el andar por las escuelas llevando el libro Ruedas sobre el empedrado. Nunca fui por las mías; siempre hubo una profe que me invitó, y siempre se incluyó al libro casi como una excusa: lo importante era lo otro, la charla, el encuentro. Hablé del libro, porque para eso había llegado, pero después apareció lo otro, lo que más me interesaba: el mundo de ellos.

Y ahí está la cuestión. Un rasgo en común -salvo las excepciones del caso- parece identificarlos. Hay como una apatía irreal y más que eso: es una apatía expuesta, exhibida adrede, como un montaje de que nada de lo que les pase por enfrente les importa un comino. Está claro que eso no es así, pero si uno no sabe mirar, o se inhibe, o se queda con la mirada propia, la de su propia etapa adolescente, está perdido. Entonces, lo primero que aparece es una nada gestual. Uno puede hablar de lo que sea, con más o menos humor, con más o menos originalidad, de temas tan diversos como inconexos uno con el otro, que la nada hermética que tiene enfrente saldrá de esa posición estatuaria. Es notable y fue lo primero que percibí: sentí que no tenía cómo entrarles. Eso que Gombrowicz en 1957 intuyó de los tandilenses: una burbuja impenetrable a la que no tenía cómo perforar. Su ajenidad, además, le jugaba en contra.

Aquí también, en todas las escuelas secundarias donde fui, había una ajenidad de base, no de tierra, ni de origen, pues todos los que estábamos en el salón de actos vivimos bajo el mismo cielo, pero sí de generación. Y no es un tema menor. Por lo tanto, para entrar en la galaxia indescifrable de un adolescente de este tiempo, hay que conocer, al menos, ciertas cuestiones de su época.

Creo que a falta de ese saber -apenas si registro lo contemporáneo con mis ojos del siglo pasado, de la civilización perdida- me salvó el conocer la ciudad y sus ornamentos más visibles para hacerlos entrar en el código de alguien que cuenta historias. No hay historia sin escucha, sin atención, sin interés, y eso no depende siempre del auditorio. Depende del que cuenta, de cómo lo cuenta, de cuánto se las ingenia para que la historia fluya de tal forma que ya no haya manera de poder abstraerse de ella.

La experiencia más absoluta fue en la escuela secundaria 1 conocida bajo el neologismo de la Garilaucha. Antes, hace 40 años, era el último reducto de los estudiantes que nadie quería. Un reservorio de ovejas negras. Hoy no sé cuál es su marca de origen, si la tuviera. Es una escuela policlasista con alumnos que devienen de contextos diferentes. Algunos trabajan, además de estudiar y cuando suelto la pregunta que hago en todas las aulas, en un momento de la charla, un silencio unánime cae a plomo y se queda allí, impávido como una mortaja entre las cosas ricas para comer y la chocolateada que las profes prepararon para la ocasión.

-¿A ninguno le gusta escribir? -insisto.

Entonces, en ese punto en común, en esa simetría generacional, encuentro el primer recoveco por donde meterme entre dos épocas. En la mía, a nadie, por lo menos de mi adolescencia en el Colegio San José, le gustaba escribir.

Y desde esa condición que nos iguala, con cuarenta años de distancia, empiezo a cruzar el puente hacia sus vidas. Tengo un solo recurso a falta del más necesario, el del conocimiento de ellos en tanto individuos y en tanto generación: el lugar en común. Vivimos en el mismo valle. Les digo entonces: casi todo lo que ustedes ven hoy en estado de muerte vegetativa, o literalmente muerto, antes, en mi juventud, estuvo vivo. Un pibe me pide un ejemplo. La escalera mecánica de la Galería de los Puentes, el dinosaurio tecnológico. Ninguno de ellos la vio funcionar jamás. No creen en su existencia vital. Les cuento que en el 81, cuando la trajeron, sus padres hicieron cola desde la puerta de la Galería hasta el Golden para verla funcionar, para poner un pie indeciso, temeroso, en el primer escalón, para subir con el alma en un hilo, para agarrarse a los manotazos del aire en el descenso. La escalera mecánica fue nuestro Apolo 11, exagero y es porque allí, en la desmesura, logro tender el hilo del que se sujetan las palabras que ahora nos comunican, en la distancia del metro y medio en la que estamos. De la escalera pasamos a la maldición de las galerías y las peatonales, a los personajes, a las leyendas, y de golpe ya estamos compartiendo la cocina del escritor, el oficio de contar historias, las argucias de la ficción, y como una suerte de adelanto sólo para ellos les cuento la historia de la rotonda maldita de la 226 y Reforma Universitaria, y les digo que tardé veinte años en contarla y que esa historia es una de las cien que están en mi nuevo libro, y que no hay nadie en el mundo que no tenga su historia, su propia historia, y que de eso, de las historias de los otros se compone eso que llamamos literatura.

A esta altura del encuentro los chicos están relajados. Las chicas son más participativas, también las que hacen las preguntas más urticantes, sobre todo las que respecta a género. (¿Por qué nunca hubo una mujer colectivera?, me preguntan. Respondo: ¿Y por qué nunca una mujer intendenta, una mujer rectora de la Universidad, una mujer presidenta de la Usina y la Cámara Empresaria?). Luego los desafío a que develen el truco del ilusionista: cuánto de realidad y cuánto de ficción hay en la historia que conté. Y algo por fin ocurre, ese chispazo que estaba buscando desde que me senté frente a ellos: mientras las profesoras han seguido la trama de la rotonda maldita con una mueca de consternación, a los pibes algo muy parecido a la incredulidad se les pinta en la cara. Me gusta ese gesto, esa desconfianza ante el narrador. Uno de los pibes, ante un detalle definitorio de la historia (la aparición de un camión con acoplado cargado de ataúdes, en fin, compren el libro, es la historia número 1) me dice con una media sonrisa desde el fondo: "Eso lo deliraste vos". Ha pasado una hora y ya estamos debatiendo de tú a tú los límites que tiene que tener una historia, las licencias del escritor y tantas otras cuestiones que ni pensé que podíamos hablar en la siempre eterna Garilaucha.

Y un detalle también fundamental: sólo una voz de mujer se escuchó entre los estudiantes cuando pregunté si alguien escribía.

-Yo, pero son boludeces -me dijo Ana, que debe andar por los dieciséis años.

-Claro, pero son tus boludeces. Como las boludeces del libro que voy a presentar yo. Pero son nuestras boludeces y ahí está el fondo del asunto: el de aprender a saber defenderlas.

Después de las fotos y los saludos me voy de la escuela pensando en las docentes, en el tremendo laburo que les espera cada día. No sólo en enseñar lo que tienen que enseñar de la currícula, sino, sobre todo, el de tener que aprender el ADN de una generación de pibes que buscan el futuro en un país roto y sin esperanzas.

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