Historias VOLVER

La historia 101

Hay un estereotipo de lector que es aquel que lee un libro de un tirón y luego toma su teléfono celular y llama. Es un lector atento a las derivas narrativas del autor pero, sobre todo, a sus propias curiosidades, a su libido literaria, la cual, a veces, tiende a vigorizarse ante la sospecha de un chisme. Antes de seguir aclaro que nunca se me ocurriría descalificar al chisme por sí mismo. Nació antes de la era de la imagen y conviene detenernos en el origen del vocablo para comprenderlo desde los griegos (¿no tenía Sócrates, por ejemplo, derecho al chisme?). Porque la palabra chisme deviene del griego schísma, el cual derivó en el latín schisma, que llegó al castellano como chisme. Se llama chisme a un rumor, o una habladuría que suele difundirse de boca a boca, muchas veces con el objetivo de defenestrar a una persona.

Esa es la definición clásica. Con el advenimiento de las nuevas tecnologías, el chisme produjo una vuelta de tuerca sobre sí mismo: adquirió la forma de lo verdadero. Si la pandemia de coronavirus hubiera ocurrido previo a la invención de la cámara fotográfica, es decir antes de 1816, o, para no irnos tan lejos, cuando los celulares carecían de la función de sacar fotos, la fiesta de Olivos que condenó para siempre a Alberto Fernández hubiera sido un mero chisme, un rumor que se le podría haber adjudicado a sus enemigos políticos, la prensa o la oposición. O al desvarío de vecino de Olivos en pedo. Pero no. Sucedió en pleno siglo veintiuno cuando los celulares son una extensión de nuestro cuerpo, tanto que muchas veces hablan por nosotros, entre tantas otras aplicaciones.

Aquel lector con tendencia manifiesta a interactuar con el chisme, después de leerse de un tirón las Historias al paso II no dudó en buscar mi teléfono con el fin de manifestar su "inquietud" por el faltante de lo que consideró la historia 101, es decir la que faltaba del centenar publicadas.

-Yo creo modestamente -dice mi lector- que haber omitido, sobre todo si escribiste el libro en pandemia, el bochorno del episodio del country ha sido un descuido. No entiendo cómo se te pudo pasar.

-Es que no se me pasó -le digo.

-¡Con más razón entonces! Por esa historia salimos en todos los medios nacionales, acordate. Fue un completo papelón.

-¿Para quién?

-¿Cómo para quién? ¡Para el empresario del country que quiso meter a su doméstica escondida en el baúl del auto!

-Ahí está el punto. Nunca quedó del todo aclarado la historia de la mujer que había escondido dentro del baúl.

-Bueno, ponele doméstica, ponele amiga, novia, amante. Ponele lo que quieras.

-Es que así no funciona la cosa. Si hubiera hecho un libro de cuentos, cualquier licencia poética cabía. Pero es un libro de ficciones verdaderas, es decir de historias que realmente ocurrieron y que se dejan leer más literariamente utilizando las argucias de la ficción. Ese es mi género. ¿Está claro eso?

-Sí.

-Bueno, yo no le podía dejar a la ficción el atributo de la adivinanza: no es lo mismo una doméstica, que una amiga, una secretaria o lo que fuere. Y como te imaginarás, yo no iba a gastar un segundo de mi vida en averiguar quién iba adentro del baúl. Ese laburo déjaselo al chisme, al rumor, a la habladuría.

-Perdoname, pero me desilusionaste.

-Estás perdonado. Si querés te cuento la historia 101 que, aun teniendo todo para contarla, no la publiqué.

Siento la respiración de mi lector súbitamente agitada al otro lado del celular. El extraño goce de vivir la vida a través de las vidas de los otros.

Lo pongo en contexto, también en pandemia. Los bares, después de la cuarentena que los cerró, abrieron de forma condicionada. Para poder sentarse a tomar un café había que dejar el número de celular, el nombre y la dirección en una planilla que te hacía firmar la moza. Eran las medidas preventivas para cortar la cadena de contagio. En un bar del centro, pre pandemia, venía ocurriendo un hecho que pone de relieve la paradoja: en un mundo donde estamos todos conectados, millones de personas conectadas unas con otras a través de internet, las redes sociales y hasta Tinder, un hombre no se atreve a atravesar la frontera del metro y medio que lo separa de una mujer que le gusta mucho. Esa mujer tiene una costumbre: le gusta terminar el día en el atardecer tomando un capuchino con una porción de torta en el bar. El hombre la tiene estudiada: es una mujer que siempre está sola, delgada, elegante, pero algo de ella (o de él) irradia un freno inhibitorio: mil veces el tipo pensó en acercarse a la mesa, presentarse y dinamitar el puente de hielo que lo separa de la dama, y mil veces contrajo su impulso. En esa encrucijada estaba cuando llegó la pandemia. Al reabrir los bares, un tarde la moza que había atendido a la mujer, en un descuido dejó la bandeja con la planilla en su mesa, mientras iba apurada a cobrar la adición de otro parroquiano de la confitería. Entonces nuestro personaje no pudo con la tentación: en la planilla estaba el nombre, el apellido, el celular y hasta la dirección de la mujer solitaria que tanto le gustaba. Rápido de reflejos anotó en una servilleta la información imprescindible. Y al otro día juntó coraje y la llamó. Pero cometió un error de base: a veces la honestidad mata el relato. Al tipo le faltaba una historia que enlazara el número de la desconocida con su llamado. Una ficción, cinco gramos de romanticismo para el cortejo. Entonces le dijo la verdad: que había copiado su número de celular de la planilla de la moza y que le gustaría poder compartir un café y conocerla. La respuesta que recibió lo dejó colgado en su nube de idiotismo. "Si tantas vueltas tuviste que dar para invitarme con un café, mejor no sigamos con lo que nunca empezó".

APORTA TU PENSAMIENTO

Los comentarios publicados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de sanciones legales.

Últimas noticias

Artículos

Zapatos

28/04/2021

leer mas

Historias

"Bon o Bon", a pedido

08/05/2021

leer mas