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El Tarta

Era previsible que lo llamaran el Tarta. Lo crucé en los tiempos en que yo quería ser futbolista, hasta que un accidente me dejó sin fútbol y sin pelota para siempre.

Saber de dónde había llegado es imposible. Hace cincuenta años la cosa era más o menos así: había un potrero, había un par de arcos, a menudo los palos eran los buzos y el travesaño se ubicaba a ojo. Si la pelota entraba o no entraba tenía que ver más que nada con la altura del arquero y el sentido común.

Como cualquiera recuerda, cada diez cuadras aparecía un potrero, ahora donde precisamente hay un edificio, una torre o un complejo de viviendas.

Se jugaba, pues, bajo las leyes del potrero. Estaban los que iban siempre, los que iban cada tanto y los jugadores que salían de la nada y se arrimaban con toda la intención de que se les permitiera jugar el picado. En mi barrio a nadie se le decía que no.

Entonces un sábado lo conocí. Flaquito, medias bajas, zapatillas rotas, algo chueco y esa parada que define como nadie lo que sabe o no sabe de fútbol el tipo antes, incluso, de que toque la pelota. El partido ya estaba armado y fue el Beto que le dijo que entrara para los otros, porque a los otros les faltaba uno y porque además nosotros éramos mejores. Ya les había metido tres pepas en el primer tiempo (que se medía sin reloj, digamos, ante el parecer más o menos unánime de que había que darlo por terminado), y la goleada en el segundo iba a ser abundante.

Apenas la tocó, supimos quién era el Tarta. O qué era: un crack. Zurdo, como casi todas las piedras preciosas que se floreaban en los potreros de antaño. Jugaba en el medio (bueno, en el potrero casi todos -menos los troncos que se quedaban pescando allá arriba, a falta de orsay-), porque el medio era el lugar del tránsito vital de la pelota, era la zona de la dinámica de lo impensado, al decir de Panzeri, el territorio donde el fútbol circulaba de verdad para los que sabían. El medio en el potrero era toda la cancha, por decirlo así, el aleph de Borges. Y ahí tallaban los que valían. Gambeteador indócil, con una cintura como la de Rojitas, y sin ningún tic de morfón, el tipo debía jugar en la primera de algún club o algo por el estilo, porque además se le reconocía ese expertise en la dialéctica del potrero donde se habla mucho mientras se juega pero con palabras cortas y sueltas, más a menudo interjecciones, cuestión que sólo podía cambiar cuando alguien metía la pierna más fuerte de lo debido y la voz del de protesta del caído hilvanaba una sucesión de frases con el insulto al medio.

Lo que sigue es previsible: el Tarta nos pintó la cara. Hizo cinco goles y cuando estaba por seguir el baile empezaron a caer algunas gotas. Por tradición, el picado no se suspendía por lluvia, aunque ya se sabía que cabecear una número cinco de cuero mojada era exponerse a quedarte sin marulo. Hasta que ocurrió algo usual: uno de los nuestros le apuntó al arco imaginario y la pelota se fue lejos, al fondo de los pastizales, lejísimo, y todo el mundo aprovechó este incidente para considerar que esa distancia bajo la lluvia era insalvable, por lo cual se dio por terminado el partido.

Fue Maguila (el batero Guillermo "Maguila" Althabe, reputado porque a menudo se salía de las casillas en pleno cotejo) que le preguntó al Tarta de dónde venía. Entonces sí, como a Borges, que también tenía sus tics de tartamudo, sentimos que tuvimos que esperarlo. A los diez segundos completó la escueta frase: de Movediza, dijo. Exactamente en la otra punta del pueblo. "De Mo-mo-ve-ve-diza", dijo el Tarta, y del fondo se escuchó la risita fofa del Gordo Ramos, nuestro arquero, que todavía llevaba guardados en la canasta los cinco pepinos que le había metido el Tarta.

Entonces Cacho Bustamante, que era un buen tipo, aprendiz de mecánico en el taller de su viejo, y tenía esa cosa directa, llana, sin voluntaria ironía, con todo ese vozarrón con que se hacía escuchar en la cancha, ordenó: "Desde el sábado el Tarta juega para nosotros". Y ahí quedó la cosa.

Pero al otro sábado el Tarta no volvió. Ni al otro, ni al otro siguiente. Y ninguno de nosotros a esa edad, la de la primera juventud, la de la fresca pero cruda insolencia, nos preguntamos qué le habría pasado y por qué nunca más apareció por el potrero.

Supongo que unos cuantos de nosotros, algún tiempo después, cuando la vida dejó de ser solamente la pelota y el picón, encontramos la respuesta.

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