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Preguntas de un joven que escribe

Un lector joven que no tengo el gusto de conocer, que no me tutea (poniendo en ese acto la distancia generacional que nos separa) y que se llama Martín me envía un mensaje privado a mi Facebook con la siguiente pregunta:

"Hola Elías; me pasaron su contacto. Le quería preguntar si sabe de alguna forma de ganar dinero escribiendo, si conoce alguna página web; escribo poemas, textos breves y cuentos...disculpe el atrevimiento, estoy buscando trabajo".

¿Qué contestar? Lo primero es lo obvio: responder. Conozco gente que aún no sabiendo a qué absurdo pony se subió -en base a módicos méritos artísticos de cabotaje- que o no contesta este tipo de mensajes o contesta desde un Olimpo patético. Es más, el otro día los hacedores del dinosaurio gigante, muy jóvenes, herreros de oficio y con todo el temor y las ganas de la juventud, en el inicio de la obra le consultaron a un escultor de acá a la vuelta acerca de algunas cuestiones propias del oficio. Subido a lo más alto de la escalera de su soberbia, el artista les dijo: "Lo que yo pienso de una obra habla a través de mis escritos". ¡Tomá mate con chocolate! Eso sí que se llama envejecer mal.

He tenido la suerte de conocer a grandes artistas de verdad. En todos ellos, como un signo de origen, habita la humildad. Los más grandes no sólo nunca se la creen, ni practican la falsa modestia: los más grandes son tipos sencillos que tienen de base una actitud permanente: la de querer seguir aprendiendo.

Y los más grandes de los grandes, además, observan el don de la generosidad: con pocas palabras te indican ciertas argucias del oficio, la hoja de ruta en el camino a partir de su propia experiencia. Algunos hasta te muestran la cocina de su trabajo.

El oficio de escribir es un salto al vacío y sin red. Por lo tanto, lo primero que ha de pasar es el duro golpe contra el piso de la realidad. De ese golpe iniciático -un par de libros horribles, el aprender a convivir con la inseguridad económica, el asumir que nunca se va a poder alcanzar el estilo ni la grandeza de media página de los centenares de libros admirables que habitan tu biblioteca- y de cómo se sale de ese porrazo se mide la carnadura de un escritor.

Piglia decía que un escritor no integra la cadena de producción del capitalismo: escribe en soledad, está fuera de eso que se llama mercado, publica cuando se le da la gana o cuando lo dejan y percibe, con suerte, el 10% del precio de tapa de cada libro. Hablaba, claro, de un escritor profesional, y, sobre todo, de un escritor que está fuera de las diez o veinte plumas más o menos consagradas del país.

Nadie que esté por debajo de ese pedestal -el llamado canon del marketing- vive de lo que escribe. La mayoría hace lo que puede: coordina talleres literarios, da clases, si estudió Letras, o trabaja en los márgenes de la literatura, como puede ser el periodismo o la comunicación institucional. Otra variante, si se tiene una pluma dúctil, es tomar una decisión dolorosa: escribir de lo que sea, escribir profesionalmente, esto es libros institucionales, libros para empresas, comunicación y afines. Eso está claro que le dejará apenas un 30% de su energía creativa para escribir lo que él desea escribir, pero en tal caso habrá resuelto el dilema de base: hacer de la escritura su oficio o abrir una mercería en la Avenida Colón.

¿Entonces? ¿Qué le decimos a Martín, quien, según ha dicho, escribe cuentos, poemas y textos breves? Su pregunta es la del millón: ¿cómo monetizar la literatura desde la periferia cultural de una ciudad de provincia, a 380 kilómetros de la gran metrópoli, lejos de donde se cocina la buena y mala literatura, el mundo de las editoriales, las miserias de las vanidades, los medios de comunicación y todo lo que debe hacer un escritor si tiene la suerte de que le publiquen su libro y entra, de lleno, en el vértigo de la industria, algo que está a millones de años luz del verdadero capital de un escritor: la lectura, la biblioteca, esos grandes maestros que enseñan a escribir.

Es la pregunta más difícil porque este es un oficio irrelevante. Lo supe en pandemia, cuando se cerró el mundo. Lo último que iba a pedir un consumidor en la góndola de la desesperación era que alguien le contara una historia. Sin embargo -y aquí hay una mínima luz de esperanza para Martín, sobre todo en una era donde la tecnología de las comunicaciones permite viralizar cualquier cosa, es decir que se vea lo que uno hace- siempre hay alguien esperando que otro le cuente una historia. De modo que existe un trabajo ulterior que debe tomarse el escritor, si decidió archivar la idea de abrir la mercería bajo los tilos: hacer de su literatura un producto, una marca. Casciari es un mago en ese tema. Otros se las rebuscan bastante. Yo creo que si uno tiene una historia para contar, lo que viene es la imaginación para lograr que te paguen los que quieren escucharla.

Pero antes que todo eso, Martín, se me ocurre que lo primero de todo, lo que anticipa cualquier decisión, cualquier estrategia, es poner a prueba la pulsión irreversible, para ver si, en efecto, eso que decidiste hacer -escribir- es una decisión o mucho mejor que eso: un acto tan involuntario y necesario como parpadear. Conté en otro artículo que si miro hacia atrás, hacia mi pasado generacional, lo que veo, salvo excepciones, son gente con la que uno se formó que hace rato ya no escribe. Quebrar la pluma es una decisión personal y no objetable. Tampoco es objetable su antítesis: decidir escribir para siempre, más allá de los costos y los resultados. Escribir porque, sencillamente, no se sabe hacer otra cosa. Escribir por escribir nomás (como ahora, que escribo este artículo durante un feriado patrio), sabiendo que todo el resto con algo de suerte y mucho de perseverancia vendrá por añadidura.

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