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Voltaire, Milei

Entonces dice la efeméride que el tipo, Voltaire, se murió un día como hoy, pero de 1778. Se llamaba Francois Marie Arouet, pero entró a la posteridad tal como lo conocemos, o como lo llamamos. Como Voltaire a secas.

Entre los aforismos que dejó hay uno que sobresale por su sarcasmo y lucidez: "La idiotez es una enfermedad extraordinaria; no es el enfermo el que sufre por ella, sino los demás".

Lo recordé precisamente hoy cuando entré al bar, al que hace rato que no pisaba, y me encontré con que Roque le estaba diciendo al Tucu que era un idiota. Así, sin más. Un idiota recurrente que no veía el verdadero rostro del Gran Idiota detrás de su máscara. Ambos estaban observando la máscara, indócil, neurasténica, en el rectángulo del televisor.

El Gran Idiota es Milei y su enfermedad la sufrimos nosotros, decía Roque, quienes tenemos que padecerlo.

-Mirá vos -al Tucu parecía importarle un comino el argumento de su amigo-. Entonces el asunto es sencillo. Donde aparece Milei, cambiás el canal y listo.

-No es tan simple -Roque se estiró en la silla, llamó al mozo y pidió un cortado en jarrito.

Ya sabía lo que venía: un cruce al principio leve, luego más álgido y finalmente iracundo entre mis dos conocidos del bar para ver quién imponía su argumento sobre el otro. El error fatal de toda batalla dialéctica en la era del vacío: a nadie le importa lo que el otro piense; a lo sumo importa doblegar su concepto o meramente hacer saber el suyo.

-Que ustedes discutan por Milei es por lo menos llamativo -dije.

Ambos reperfilaron su malestar hacia mí. Habían encontrado el modo de neutralizarse entre ellos agarrándosela con el recién llegado.

-A ver vos, sabelotodo. Te escuchamos -dijo Roque.

Advertí que actualmente en los debates de café lo que realmente falta son los modos. Que las formas de entablar una conversación, el tono y todo eso, en buena medida definen no quién se impone al otro, sino la densidad de la idea de cada uno. Por ejemplo, dije, es muy poco lo que sabemos de Milei.

-Que es un idiota seguro -machacó Roque.

-Un idiota porque le pega donde más le duele a la casta -el Tucu volvió al lugar común del discurso del "libertario" y no tenía ninguna intención de salir de allí.

Supe, entonces, que la discusión no llegaría a ningún lado. Que lo que estaba ocurriendo en ese momento en el bar era lo que pasaba a diario en los estudios de televisión. La insustancialidad conceptual, el caput del intelecto. Pero entonces, ¿quién copiaba a quién? ¿Qué diferencia hay entre el Tucu y Jony Viale? Tranquilamente Viale podría estar acá, en el café, y el Tucu en La Nación+ haciendo el pase con el Feinmann Malo.

En el fondo, todo fundamento subjetivo tiene que ver con la creencia. En algo hay que creer. Cuarenta años después de la recuperación de una democracia devaluada, castigada, hecha puré pero por fortuna vivita y coleando, hay un intangible en la sociedad que persiste como el tanque de reserva antes de la nada: la esperanza. Hay una necesidad ancestral y perenne que a pesar del escepticismo, la bronca, el hastío y la percepción de que "este país no tiene arreglo", a pesar de todo eso, se impone finalmente el credo del pensador Palito Ortega: la fe, su canción más celebrada. Porque sí, porque si no hay fe, ya no hay nada, o sea el fondo de la olla fatalmente vacía. Entonces, como en algo hay que creer, el Tucu (y miles de Tucus como él, gente que en el fondo detesta la política), cree en ese espantapájaros neurasténico llamado Milei. Cree en la Libertad (como si la libertad fuera una acción de la bolsa, un antibiótico, un plazo fijo), cree en la dolarización aunque no pueda comprar un mísero dólar en la cueva del barrio (o por eso mismo), y porque no puede relacionar en la línea de tiempo que la dolarización de Milei es el salariazo de Menem: dos espejismos imprescindibles para la inagotable persistencia de la condición humana argentina: no podemos vivir ni votar sin creer en algo, necesitamos de los relucientes espejitos del pensamiento mágico. Dolarización, Salariazo, el billete de la felicidad.

Toda su vida Voltaire, un factótum de la ilustración, hizo de la razón humana su bandera contra la religión (que es como decir contra la superstición). Quería llegar a Dios a través del razonamiento. Le habrá tocado en su tiempo -como a cualquiera- confrontar con los monstruos y sus cómplices: los Milei que enfatizaban el poder de la revelación, de lo divino sin más preguntas, llanamente, aunque hoy para ser divino y siempre epifánico se necesita de su herramienta fundamental: la televisión, los medios de comunicación, las corporaciones mediáticas que han sido parte esencial del mecanismo que engendró al monstruito despeinado. Milei es una necesidad del odio banal. Eso intento decirles al Tucu y a Roque, pero es difícil que aparten los ojos de la caja hueca del televisor.

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