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La despensita

La escena era así: mi padre subía las escaleras de la casa con dos paquetes. En una mano llevaba una lata de dulce de batata. Una lata enorme, circular. Debería pesar como cinco kilos. En la otra mano una horma de queso. Un queso entero, grande, también redondo, cuyo peso ni siquiera puedo calcular. En mi casa había un lugar, una suerte de sucucho ubicado al lado de la terraza, como una piecita, a la que le decíamos la despensa.

¿Éramos ricos? En absoluto. Mi madre era maestra, mi padre camionero. Mi madre siguió siendo maestra toda su vida, hasta que se jubiló y continuó dando clases con sus alumnos particulares. Mi padre apostó todo a un pleno: vendió el camión y puso un negocio de lanas. Ahí aprendí algunos nombres: cashmilon, por ejemplo. Compraba en Buenos Aires. Tomaba el tren, recorría los mayoristas y se traía los paquetes de lana en el tren que llegaba, de vuelta, a la medianoche. Se llamaba "El Tandilero", nombre que nació porque en los años 30 Pedro Cagnoli fletaba sus gigantesco salames genuinamente tandileros en el tren que iba a Capital Federal.

Mi padre volvía cargado de paquetes, pero si al bajar del tren tomaba un taxi todo el margen lo iba a perder con lo que el taxista le cobraría desde la estación del ferrocarril hasta Chacabuco 37, frente a la Plaza Moreno, donde vivíamos. Así que desandaba Colón y todas las cuadras que siguen de a pie, con sus paquetes de lanas al hombro, hasta que, extenuado, llegaba a casa.

Toda la clientela del negocio de mi padre era femenina. Mujeres. Como cualquier árabe, mi padre era un genio vendiendo, un gran comerciante. "Llévela, llévela, me la baga desbués si le gusta", le decía a la clienta. Eran los tiempos donde las mujeres tejían y bordaban y había muchísimas modistas con su máquina de coser Singer, y los pullóveres que hacían esas mujeres competían de igual a igual con otra novedad que venía al galope: el suéter que vendían las tiendas y, luego, las boutiques. Fue tan innovadora la aparición de la boutique que hasta un tipo compuso un hit: "La chica de la boutique". Ese hit se escuchaba en todos lados y en cada boutique (por ejemplo Submarine) había una chica como la de la canción, o sea una chica muy linda que sabía muchísimo del arte de la venta.

Ahí ya mi padre, con su localcito en la Galería 9 de Julio, percibió que empezaba a estar en desventaja. Pero la despensita de casa no cedía con el entusiasmo de todo aquel que alguna vez pasó hambre: mi padre seguía llenando su despensa de paquetes de arroz, fideos, lentejas, polenta, azúcar y todo cuanto alguien se pueda imaginar que existe dentro de una casa en cuyo interior habitan los prodigios de una despensa. Sobre todo nuestro manjar preferido: el queso con el dulce de batata.

La heladera era imponente y algo así como el motor de un Bedford regulando se escuchaba de fondo en la cocina-comedor. Lo de la cocina-comedor había sido un progreso inesperado: la nueva casa que habían comprado mi padre y mi madre tenía ese espacio desconocido: un comedor para la mesa, las sillas, la heladera y el televisor blanco y negro y, en el mismo ambiente dividido por una arcada, la cocina propiamente dicha: la mesada, la cocina y un aparador gigantesco a donde estaba toda la vajilla y la mercadería a donde se guardaba todo lo que se iba trayendo de la despensa. La puerta de la heladera no tenía nada. Era blanca, impoluta. Aún estábamos muy lejos de que sobre esa puerta se adosaran los cautivantes martirios de las facturas de la modernidad. Todo lo que mis padres pagaban era la cooperadora de la escuela, la luz, el gas, el teléfono y no sé si alguna cosa más. Mi padre, además, era enemigo del crédito y fanático del ahorro.

De toda esa casa que aún está en pie, lo que más me gustaba, por su carácter casi secreto, era la despensa. No sé por qué extraña razón a la puerta la cerraban con llave. Por eso mismo creía que además de los kilos de mercadería que mi padre compraba en el Supermercado Cometa (generaciones jóvenes, léase hoy Cervecería Antares) y guardaba allí a la espera de su consumo, había algo más, una suerte de tesoro escondido, en un tiempo donde, cabe consignar, había juegos infantiles ligados a la búsqueda del tesoro y al amigo invisible.

Un día mi madre me pidió algo de la despensa. No sé qué era. Pongamos que era azúcar. Me dio la llave y entré. Encontré el paquete no sin cierta dificultad, en la penumbra del cuartito, pero cuando lo retiré advertí por el rabillo del ojo una abundante pila de libritos, por decirlo así. Había como cien libros, uno arriba del otro, sostenidos contra la pared sobre la tapa de una caja Terrabusi. Todos los libros eran más o menos lo mismo: novelitas de cowboys, del western americano de esas películas que veíamos en el cine. Pero no eran películas: eran libros en un formato menor aún al actual libro de bolsillo. Ese día supe qué leía mi padre durante las horas que estaba en su negocio de lanas, cuando las clientas le daban un respiro entre una compra y otra.

Ese día no me pregunté (y no lo hice hasta muchos años después), cómo había hecho ese inmigrante con tercer grado para ir leyendo letra por letra, lentamente, con la voz en un murmullo, en un medio tono -tal como lo vi leer tiempo después las cartas que le llegaba de su Líbano natal-, un idioma tan difícil para un árabe como el castellano. Está claro que mi madre, maestra, tuvo mucho que ver con eso. También con lo que vino luego de que le alcancé el paquete de azúcar: dejarme que me quedara todo el tiempo que quisiera leyendo en la despensa esos relatos de cowboys que leía mi padre. Borges lo describió más o menos así: hay una mística ahí, en el jinete, en su caballo, en la soledad árida del paisaje, en la música, en el trote lento que desanda mientras llega a un pueblo del oeste, con el colt inquieto y todo lo que sabemos que ya va a pasar y que sin embargo seguimos mirando con la misma fascinación de siempre.

Todo esto recordé el otro día en una escuela que visité cuando un chico me preguntó cuáles habían sido mis lecturas de infancia.

-La depensita -le dije, un lugar donde aprendí que libros y garbanzos pueden convivir tranquilamente entre sí por la eternidad de los tiempos.

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