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Eso que no podemos creer

De modo que hace 27 años que se vio por primera vez "Los puentes de Madison". Uno supone que nadie que haya visto esa película pudo salir indemne de ella. Todo lo que realmente importa de la vida -casi todo lo que le da sustento y sustancia al existir- está allí: la pasión, el deber, la furibunda intensidad de los amores hechos de imposibilidades, de encrucijadas y caminos sin salida, la batalla entre lo que uno desea y lo que uno debe hacer, una batalla que, si estamos atentos, puede estar al acecho a la vuelta de la esquina. O tal vez no, tal vez una historia así, como la de la película, le pasa a poca gente porque, diría el sentido común, son historias de películas, como si sólo pertenecieran al mundo de la ficción. Como si Hollywood y Villa Aguirre jamás pudieran encontrarse.

Está claro que todos sabemos que no es así. Porque aunque Clint Eastwood y Meryl Streep hayan hecho la mejor película de sus vidas, entre las muchas maravillas que rodaron, esa historia le pudo pasar a cualquiera. En ese puente, en ese pequeño pueblo de provincia, con esa mujer, Francesca, que hasta ese día (el día que conoce a Robert, un fotógrafo de la National Geographic que anda buscando imágenes de los puentes de Madison) no le ha pasado nada: vive una vida apacible, sin sobresaltos, con su marido honesto, afectuoso pero a millones de años luz de entender eso que luego de toda una vida dedicada al psicoanálisis se preguntó, desalentado, don Sigmund Freud: ¿qué quiere una mujer?

Francesca vive así, tal vez sin saber qué quiere o tal vez ya sabiéndolo, con sus hijos en una granja, con su esposo y su tedio. Hasta que llega Robert y el mundo se le pone patas para arriba en sólo cuatro días y todos saben cómo siguió y cómo terminó la historia y su nudo imposible de desatar: la batalla entre el deseo y el deber, el sentido epifánico de que todo gran amor conlleva una gran pasión. Y también ese famoso y fatal aforismo de Dolina que no sé si lo escribió antes o después de la película, eso de que "sólo los amores fugaces son eternos".

La película se estrenó en 1995. Una escena -siempre hay una escena de una gran película que se recuerda por sobre todas, que se gana toda la memoria del film- queda para la posteridad: Robert, bajo la lluvia, mirando a Francesca. La camioneta que maneja su esposo detenida frente al semáforo en rojo, la mano de la mujer que va hacia la manija de la puerta, que se detiene allí, en ese suspenso fatal, en esa duda que llevará para siempre, puesto que lo que todos queremos es que Francesca abra la puerta, se tire de la camioneta y se vaya con Robert, hacia el futuro, hacia la vida, hacia la felicidad, en fin, todos queremos eso que sabemos que no va a pasar. Francesca se quedará con su marido, con su hogar, con sus hijos, y sólo volverá a buscar a Robert ya en calidad de viuda, pero el tren habrá pasado una sola vez: cuando finalmente se decide a retomar el contacto con su amante, él también, como su marido, ha muerto.

Yo no sé qué habrá pasado por la mente de los hombres y las mujeres que vieron esa película, y en especial esa secuencia definitiva, cruda y dolorosa, la que decidió el rumbo de la historia. La escena donde Francesca elige quedarse en el lugar donde está y con quienes está. Hoy se le diría (expresión que no me gusta nada) su zona de confort. La primera vez que la vi (que es en realidad la que cuenta, cuando la historia nos golpea en la cara con su garrotazo de lluvia inaugural y violenta) supe que Francesca no se bajaría de la camioneta. No podía hacerlo por las dos razones fundamentales que le debemos al arte: 1) Si se bajaba, no había película, no había final. 2) Si se bajaba, no hubiera sido Francesca, esto es: que la ficción habría deformado la naturaleza e idiosincrasia mental de su personaje.

Veintisiete años después de "Los puentes de Madison" hay un discurso de época que pretende hacernos creer que esas historias devienen del sentimentalismo cursi de Corin Tellado, o del romanticismo trágico, o de una épica amorosa que no se corresponde con el "Romance Tinder", las redes sociales, la muerte de las historias y todo lo que sabemos que expresa el mundo que hoy vivimos. Pero en realidad lo que Francesca y Robert pusieron sobre la mesa fue, más o menos, la historia de Romeo y Julieta, la más grande historia de amor que cuenta la literatura universal y que termina en un suicidio doble. Sinopsis por las dudas: Romeo y Julieta se conocen en Yamó. Esa misma noche se enamoran perdidamente, y esa misma noche Romeo trepa al balcón de Julieta y tienen un sexo de locos hasta el amanecer. Luego Romeo huye, tomando en cuenta un dato interesante: las familias de ambos están enemistadas, lo que hace imposible el romance. Julieta perdidamente enamorada, urde una farsa a expensas de un cura amigo: toma una pócima para simular que está muerta y poder posteriormente casarse con Romeo. Y el colofón fatal: Romeo recibe la noticia de la muerte de Julieta y delante de su presunto cadáver se suicida. En ese momento Julieta se recupera de la resaca del fármaco, descubre el cadáver de Romeo y llena de desesperación se suicida también. Se trata de un amor perfecto, pero ¿por qué? Porque sólo ha durado una noche.

El mayor mal de esta época, supo escribir Borges, es el de no permitirnos creer en los finales felices. Y, sospecho, que es el mal de todas las épocas: que no podemos admitir que lo perfecto, la pasión más arrolladora y el amor que la provoca, durarán algo más que una noche, como Romeo y Julieta, o algo más que cuatro días, como Francesca y Robert. No lo podemos digerir. Y si por casualidad, por si uno de esos milagros ocurren, aunque sea una vez en la vida, lo que vamos a hacer a continuación es precisamente eso: quedarnos clavados bajo el diluvio en medio de la calle, y también atornillados de pánico y culpa en el asiento de una camioneta. Cualquier cosa antes de permitirnos creer que la felicidad, a diferencia de las heladeras, los celulares y las licuadoras, está a salvo de su tiempo de obsolescencia programada.

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