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A Marcelo Alonso.
Todo o casi todo ocurría en un patio, como en cualquier escuela. El patio era el lugar más democrático y, por esa cuestión del calendario escolar, bajo el frío propio del invierno -el frezzer tandileño-, o el agosto frescón o la cálida primavera. Allí estábamos todos. O casi todos. O sea, todos menos tres. Enumerados en línea de prestigio, aunque igualados en el orden de aparición: el abanderado, el primer escolta y el segundo escolta. Ellos, los abanderados, o ellas, las abanderadas. Puntualicemos: en el imperio irrefutable de las estadísticas, un tanto subjetivamente y un tanto empíricamente, existía la creencia de que había más abanderadas mujeres que varones.
En el llano, en la tabla rasa, con las patitas congeladas, formados y todavía un tanto dormidos estábamos nosotros, o sea todo el mayúsculo resto del mundo escolar. Los que jamás, nunca, íbamos a pasar la bandera, para callada resignación de nuestros padres. Las ovejas negras, algunos; los que siempre zafaban estudiando lo justo, que eran muchos; y los tragas que por esas cuestiones de los promedios y las centésimas se quedaban afuera del podio. Ni bandera ni escolta, generalmente porque el traga, el sabelotodo, el tipo o la chica que -encima- ni siquiera estudiar en su casa necesitaba, pues le alcanzaba con escuchar en clase, ese alumno solía sufrir el quedarse afuera del trío elegido por alguna cuestión más o menos menor, como por ejemplo sacarse "sólo" un 8 en Educación Física, debido a cierta torpeza para ejecutar una cabriola más o menos digna sobre la gélida dureza de la colchoneta. Ese era el castigo del traga. Porque para merecer la bandera, para que toda la escuela viera llegar al abanderado, con su patriótica soledad, con su delantal impecable, su pelo engominado, el mástil rígido, solemne, vertical sobre su hombro y la bandera como recién estrenada en el Combate de San Lorenzo, para merecerlo había que tener un 10 en todo, o un 9,98, incluida gimnasia o taquigrafía, disciplinas que ponían en acto cierta cuestión ligada más bien a una habilidad física o destreza que algunos aspirantes a tragas carecían.
Por lo tanto en el patio estaban las tres categorías de alumnos: los regulares que siempre zafaban, los malos que vivían esos dos meses terribles (diciembre y marzo) condenados a no tener verano, condenados a levantar previas irremontables, y los pasables que no aspiraban a la bandera sino que tenían por la escuela secundaria una apreciación de tránsito, como lo que en efecto era: una experiencia que había que dejar atrás, en el pasado, sin mayores contratiempos, con pragmatismo: estudiar lo suficiente, pasar de año, egresar y a otra cosa mariposa.
Pero donde sin duda se veía la cruda horizontalidad de la masa crítica de estudiantes, donde todos (o casi todos) eran iguales entre sí e iguales ante la directora, ante los profesores y ante cualquier forma de autoridad del colegio, era en el patio durante cada día del año, cuando debían formar fila para dar comienzo a la jornada escolar, y muy especialmente en los días patrios, esos días donde la revista Billiken ocupaba la coreografía escolar abarrotada por los lugares comunes. Digresión: hubo una escuela de Tandil que marcó un récord difícil de emular. Nadie sabe muy bien a quién se le ocurrió ni quién lo escribió: un discurso del 20 de junio, del Día de la Bandera, que fue considerado como el mejor discurso jamás escrito. A tal punto se convirtió esta pieza oratoria en una certeza de narrativa insuperable, que la misma fue pasando de acto en acto, un año tras otro, una década tras otra, una generación tras otra generación, tanto de docentes como de estudiantes, que el mismo discurso fue leído sin tocarle una coma durante cuarenta años al hilo. Ese discurso es el resultado de una pieza notable de la pereza. Pero a ningún alumno ni a ningún directivo se le ocurrió objetarlo, no sólo porque el texto era inobjetable sino porque en esos años -dicho con una mano en el corazón, al menos en mi corazón de estudiante- la patria era algo un tanto abstracto y Belgrano un prócer algo pálido que envejecía con su retrato colgado en una pared del aula, de un salón lateral, porque casi siempre la pared principal, la del pizarrón, le estaba reservada a San Martín, más viril, con sus patillas, su genio militar y su epopeya consumada. Parecía que a Belgrano lo envolvía la desdicha de sus dos derrotas al hilo en Vilcapugio y Ayohuma, y ni siquiera teníamos en real cuenta lo que el tipo había hecho: crear una bandera, nada más ni nada menos que una bandera, antes de morir en una suerte de pobreza infame, y de esperar que la posteridad demorara como doscientos años en construir cuatro escuelas públicas con el dinero de los sueldos que él donó al estado argentino, anécdota que no necesariamente uno aprendió en la escuela secundaria.
Pero volvamos al patio. Ya con el abanderado habiendo hecho su entrada triunfal, con sus escoltas, a derecha e izquierda, y con la directora encabezando la comitiva. En ese preciso instante, otra bandera, la del mástil de la escuela iba a ser izada por otro alumno (o docente, no recuerdo muy bien). Pero sí recuerdo que antes de que empezara a sonar "Aurora", canción patria que simétricamente debía hacer coincidir el comienzo del izamiento con su final, la directora, en un tono elocuente, como para que la escuchara todo el mundo, pronunciaba aquella orden que sonaba con reminiscencias castrenses: "¡Guarden distancia!", decía la directora y todo el mundo se cuadraba con los zapatitos sobre la baldosa, los pies juntitos, cerradas las piernas, y luego elevaba su brazo derecho hacia el frente, hacia el hombro de su compañero, posaba levemente el dedo índice y el mayor hasta reconocer que ya la distancia entre ellos era la correcta -es decir la distancia del brazo extendido del alumno de atrás con el hombro del de adelante- para luego dejar caer la mano, el antebrazo y todo el brazo enteramente sobre sí mismo, mientras los acordes de "Aurora" se hacían oír en todo el espacio del patio y comenzaba el lento ascenso de la bandera, la misma que en algunas escuelas los alumnos prometían cuidarla y respetarla, como también los soldados dar la vida por ella.
Nunca, en el rally París-Dakar que fue mi paso por la escuela primaria y secundaria, sentí absolutamente nada cuando la veía subir como un ánima atada a una soga por el mástil cubierto de óxido. Con los años me perturbó verla vulgarizada con un patriotismo barato en un ring, acompañando a un boxeador argentino que iba a pelear por el título mundial, o vendida y comercializada con sus sponsors de la selección argentina, al mejor estilo de la biblia con el calefón. Sólo me dolió verla rendida en Malvinas, usada por un general borracho, y tan digna de los héroes que por ella murieron.
Pero este domingo, un 20 de junio, día que en 1820 murió el heroico e imprescindible Belgrano, en el año del bicentenario de la construcción de una guarnición militar que derivó en la fundación de Tandil, cuando finalmente una banda militar apostada en la cima del Parque Independencia comenzó a hacer sonar "Aurora", y una pequeña multitud se largó a cantar "Alta en el cielo..." como si cada uno de los presentes aún estuviera en el patio de la escuela o hubiera vuelto súbitamente a ella, y la bandera, con cierta timidez, con cierto extrañamiento, con cierta magia arrebolada por un viento suave sobre el fondo de un cielo gris y azul y nubes blancas que en lo alto parecían contemplar con distancia el paisaje ensimismado, la bandera cuando alcanzó la mitad del mástil, a los veintiuno, veintidós metros, se abrió sobre sí misma, dibujó una finta ondulante, como el aleteo de una mariposa, y el sol relumbró en círculos mientras el paño se extendía ante los ojos atónitos que la miraban desde abajo, así, lentamente se desplegó en el aire, intacta y feliz, como todo lo que acontece por primera vez, como si estuviera adivinando que cuanto más se abría al vasto cielo, al mundo, al pequeño valle de entre sierras que la rodea, más se encogía el corazón de la muchedumbre. En ese instante sentí que nadie de nosotros ya podría guardar distancia entre su memoria y la bandera, que ambas se habían convertido en un mismo ser que nos tocaba el alma del estudiante que fuimos, en los ojos con neblina, en esa idea de patria que nos contiene y nos abraza, a pesar de tanta desolación y desencuentro, como creo que le pasó a todos los que estuvimos allí y ahora tenemos tiempo para contarlo.
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