Historias VOLVER
Había sido un hotel de tercera categoría en los años 40 y 50, cuando en Tandil a los turistas se los llamaba veraneantes. Llevaba el nombre de Regina, era manejado por la familia Primante, y estaba muy por debajo de lo que eran los hoteles estrellas de su época, como el Palace, el Edén y el Roma, que disponían del más alto glamour hotelero. Pero también venía detrás de la digna modestia que expresaban el Hotel Manantial, el Sierras, el Parque y el Savoy. O sea que el Regina, sobre Sarmiento y a cincuenta metros de la otrora Plaza de las Carretas, yacía en el fondo del pelotón, resignado a su suerte de construcción de grandes dimensiones, de dos plantas pero con una infraestructura hotelera acotada, razón por la cual no había podido superar la categoría de un hotel discreto, en la línea del Francia, el Kaiku y el Argentino. Cuando finalmente su vida como hotel caducó, y luego de atravesar unos cuantos vaivenes, sobre fines del siglo XX se transformó en algo más o menos parecido pero desbarrancándose aún un poco más en su status: derivó en una pensión. Más precisamente en una Pensión de Señoritas, tal como en 1993 Elena Moneda Emer habría de inscribirla en la Municipalidad. Previo a todo esto, en una suerte de transición casi secreta, un hombre había restaurado el interior del inmueble pero luego, tal vez sospechando la dificultad de hacer prosperar el negocio, le vendió el fondo de comercio a Elena, que de pensiones sabía muchísimo por haber trabajado en este rubro en su Entre Ríos natal. La propiedad, en cambio, no había cambiado de dueño jamás: pertenecía a los hermanos Peña, uno de ellos, el «Vasco» Peña, mayormente conocido por haber sido el gerente del Banco del Fuerte.
Sabemos, pues, sobre todo por la idea que tenemos de Buenos Aires, que vendría a ser como la ciudad madre de todas las pensiones, el pintoresquismo que anida bajo esta forma social de hospedaje: allí duerme el barro sublevado de la historia, para decirlo con cierta reminiscencia a cómo supo concebir esa expresión el historiador Raúl Scalabrini Ortiz. Aludía a los pobres de toda pobreza. Sin embargo el Regina (expiró el hotel pero el nombre, cual marca indeleble, había quedado en los hablantes como parte de su legado) en la modalidad de pensión zafó de la condición depresiva que suele poblar estos ámbitos; se convirtió, en cambio, en un pintoresco mundo, un cocoliche de personas y personajes, algunos de ellos muy caros a la historia de la ciudad, bajo la batuta de Elena, quien evidentemente hizo valer uno de los grandes atributos de los árabes, algo que sin duda le había contagiado su marido: su imbatible pasión por la hospitalidad a favor de las 15 habitaciones, los 5 baños y una increíble sala con 5 duchas. Tenía también una sala de estudio, el salón comedor, una cocina enorme con mesada y zócalos de mármol de carrara, una segunda planta a la que se llegaba por una escalera curva de madera, hecha por un carpintero que parecía tener el alma de un artista, cada habitación con su piso de pinotea, un sótano (algo común en los inmuebles de su época) y la friolera de tres patios. El primer patio repleto de plantas, de ciruelas, de damascos, de higos, limoneros y un paraíso de flores que parecían dialogar con la voz magnética de Elena. La «orquesta» del Regina era polifónica en el registro social de aquellos personajes que durante muchos años vivieron allí, como por ejemplo Mecha, el histórico pochoclero, un vecino que daba su presente en cuanto espectáculo social y deportivo se hacía en Tandil, cargando su canasta repleta de pochoclos y turrones, o Miguel Aramberri, el hombre que en su silla de ruedas se ha instalado durante años en un recodo de la esquina de Paz y España donde sobrevive de la caridad del prójimo que se detiene frente al semáforo de su esperanza.
A la par que la pensión del Regina comenzaba su lento ocaso como negocio se fue produciendo el deterioro de la propiedad, ya de por sí muy añeja y venida a menos. Otro factor resultó decisivo en la economía interna de la pensión. A mediados de los 90 los jóvenes que desde la región y ciudades vecinas llegaban a Tandil para estudiar en la Universidad, cambiaron los usos y costumbres de su lugar de residencia: en vez de elegir las clásicas y proletarias pensiones alquilaban un departamento entre tres o cuatro personas, a favor de lo que ya empezaba a verse como un signo incipiente: una nueva etapa en la industria de la construcción. Este giro sin regreso modificó el target de la clientela en el hospedaje de Elena para convertirse, lisa y llanamente, en una pensión familiar. No más señoritas, no más estudiantes. Vendedores ambulantes, changarines, matrimonios, abuelos solos, jornaleros, peones golondrina, madres solteras con hijos que por esa misma condición tenían el ingreso vedado en otros sitios, la pensión reinventaba su destino de techo común para aquellas personas que habían quedado en la banquina de la vida. Durante casi diez años, alrededor de una larga mesa se sentaron los veintiocho huéspedes de la pensión. Eran comidas suculentas, caseras, que se devoraban con una alegría populosa, como si ese lugar se hubiera convertido para los parroquianos en el último refugio del faro del fin del mundo. Más de una vez «faltaba» un cubierto que Elena reponía y más de una vez tuvo que hacer malabarismos para pagar el alquiler, pero tal vez, por su propio testimonio, haya vivido allí los años más felices de su vida. «No gané un peso, en absoluto, pero en mis mejores recuerdos siempre está la felicidad de la pensión», contó para esta crónica treinta años después. No estuvo sola. Toda su familia vivió en la pensión y si hay una postal que aún permanece intacta es la de la imagen de Ivana Emer, la hija de Elena, que apenas tenía diez años y vivía subida a los techos del inmueble desde donde contemplaba el paisaje ya de por si imponente, las chapas oxidadas convertidas en el mirador de su infancia.
Fue Ivana quien un día se percató de la llegada de los pájaros, aunque en ese momento no supo definir de qué pájaros se trataba. Era una bandada de zorzales que bajaban desde lo alto del cielo y comenzaban a dar vueltas en torno al aljibe del patio, cantando sobre el añejo estanque que, a pesar de no haber sido usado jamás, nunca le había faltado un lecho de agua en su remoto fondo. Se sabe que el canto del zorzal es el más deslumbrante del reino alado. Ivana nunca le encontró una explicación a por qué los pájaros regresaban al patio de la pensión ni qué significaba ese vuelo en círculos a pocos metros del enorme ciruelo sobre el aljibe, a veces por la mañana y siempre en el atardecer, como si estuvieran buscando un nido extraviado. No sabía de dónde venían ni por qué, y cantaban con un silbido fuerte y claro, como dirigidos por el inasible director de una orquesta coral alada, bajo el influjo mágico de un aljibe depreciado por el paso del tiempo, que tenía el revoque descascarado, y que parecía negarse a aceptar su derrotado esplendor como el diamante del patio que había sido, proveedor del agua caudalosa en las casonas antiguas.
Diez años después Elena, agotada por los rigores de una convivencia entre inquilinos que nunca le sería fácil, sintió que la misión ya estaba cumplida. Presentía además que cada día que pasaba entre las paredes de la añeja construcción, era un día menos en la lenta cuenta regresiva que habían entrado esas edificaciones que se debatían, perdiendo, entre el sentimentalismo del pasado y la natural fuerza arrasadora del presente. En 2004 decidió cerrar la pensión, pero todavía faltaba algo por ocurrir. Dos días antes de echar llave a la puerta y devolver la propiedad a los hermanos Peña, apareció un señor mayor, acompañado de un joven, a los que ella no había visto jamás. El hombrecito tenía un aspecto rarísimo, como si evidentemente hubiera regresado de una página perdida de la historia. Era petiso y pelado, vestía un traje que parecía salido de una casa de antigüedades, se ayudaba de un bastón para caminar y tras golpear la puerta se presentó como un viejo amigo de Carlos Gardel, para luego contar que había sido junto al mismísimo Gardel con quien hacía mucho tiempo había estado en ese lugar. Elena, acostumbrada a las extravagancias, lo hizo pasar y escuchó su historia. El hombre, que debería andar por los noventa años, le pidió si le dejaba mostrarle a su nieto el aljibe del patio de la pensión. Elena lo condujo hasta el lugar. El vaivén monótono del bastón acompañó los pasos del hombrecito hasta que llegó al desvencijado aljibe. «¿Ves? Acá fue, justo acá», le dijo al nieto que lo acompañaba. El pibe lo tomó del brazo y juntos quedaron en silencio, como si esperaran algo que habría de ocurrir. Luego el hombre observó a Elena, volvió la cara al muchacho y musitó con los ojos llenos de lágrimas: «Acá, al lado de este aljibe, Gardel compuso el tango 'Ausencia'. Y acá el Zorzal lo cantó por primera vez».
Elena no dijo nada, asintió el relato, acostumbrada a escuchar cualquier tipo de historias, y acompañó al viejito y su nieto hasta la puerta. La historia pareció quedar ahí, porque, en verdad, nadie hiló los tres elementos que componían la materia viva del relato: el aljibe inagotable, el canto de los zorzales y la sospecha de que Carlos Gardel, que estuvo seis veces en Tandil, se haya alojado en el Hotel Regina durante las primeras décadas del siglo XX, en la noche que cantó para los tandilenses desde el escenario del Teatro Cervantes. Treinta años después de la aparición del misterioso hombrecito de traje y bastón la historia terminó de afinar su secreta e increíble melodía.
En los hechos Gardel actuó en seis ocasiones en Tandil. En tres de ellas se sabe dónde durmió: en el Hotel Roma, en el Palace Hotel y en un establecimiento de campo de Cornelio Ruiz, durante su primera visita de 1916. Hay tres actuaciones del cantor que las fuentes no registran el lugar donde se hospedó, sobre todo las dos noches de 1924 donde junto a Razzano actuó en el Teatro Italiano (luego Cine Súper) y el Cervantes. Ahora bien, ¿existió ese hombrecito que días antes del cierre del Regina entró a la pensión y le pidió a la dueña Elena Emer ser llevado hasta el aljibe del patio? Sí, existió. Todo en él era una rareza: su estatura ínfima, su bastón titubeante, su saco en hilachas, el joven nieto que lo acompañaba, el indómito calor de aquella tarde de febrero en la que confesó haber sido amigo de Carlos Gardel.
¿Existieron los zorzales que volaban en torno al aljibe, una y otra vez, y que Ivana Emer miraba desde los techos de la pensión a donde subía para tomar sol, mientras se dejaba llevar por los buenos humores del sueño? ¿Los alegres chistidos de los zorzales la arrancaban de la somnolencia bajo el cielo diáfano de aquel verano del 94? Sí, todo eso también existió, su propio testimonio así lo verifica. ¿Es verosímil el relato del anciano hombrecito que de pie frente al derruido aljibe dijo que allí, en ese mismo lugar, una noche del siglo pasado su amigo Carlos Gardel, el Mudo, compuso un tango, lo cantó por primera vez amurado contra el aljibe y lo estrenó un par de horas después en el escenario del Teatro Cervantes? ¿Será verdad? Nadie lo sabe. El pensamiento oficial del mundo descree de estas leyendas, pero, sin embargo hay algunos indicios que nos permiten pensar que Gardel no sólo estuvo aquella noche en el patio del Regina sino que de alguna forma mágica e inextricable, todavía está cantando al lado del aljibe que ahora ocupa la Torre del Mirador. Con motivo de la escritura del libro de los hermanos Bértoli, una mañana caminé por la vereda de Sarmiento hasta el edificio, lo miré de lejos, tal como sugieren quienes lo crearon y después recorrí la cuadra. Ya no quedan, casi, edificaciones antiguas como la del desaparecido Regina. Encontré una sola, ubicada en la vereda de enfrente a El Mirador, de forma oblicua y a metros de la Avenida Santamarina. Toqué timbre y por la ventana de la antigua casa se asomó una mujer que parecía haber sobrevivido a los cambios de la cuadra junto con su vivienda. Se llama Marisa Álvarez Reyna, hermana del recordado arquitecto Alejandro Fortunato. Le pregunté por el Regina, por los inquilinos que lo habitaron, por la dueña de la pensión, en fin, si recordaba algo de todo aquello que ahora yacía convertido en escombros. Marisa no había olvidado nada y, además, fue precisa ya no sólo con los detalles y personajes del lejano ayer sino con «un hecho» que continuaba del pasado, a pesar de la demolición. «Todavía siguen viniendo los pájaros a ese lugar. Se ve que les gustó mucho estar allí. Van y vienen los pájaros y revolotean sobre el edificio como si nada hubiera ocurrido», contó. Días después me encontré con la historia de Elena Emer y su relato del hombrecito amigo de Gardel y la secuencia de los pájaros, «los zorzales que no sabemos de dónde venían y cantaban y chistaban frente al aljibe». Recordé entonces que en el campo al zorzal se le atribuye el prodigio de concebir un augurio: de mañana anuncia matrimonio; de tarde avisa de una ausencia. Como una súbita inspiración sentí que las astillas del cristal del ayer parecieron cobrar vida para volver a amalgamarse, una por una, hasta ser un solo vidrio, como un rompecabezas que termina de constituirse en el límpido espejo de la memoria. La casona ausente, el aljibe ausente y los zorzales que aún hoy sobrevuelan los atardeceres en torno al edificio de El Mirador, nos informan con su canto prodigioso que el Zorzal criollo todavía sigue allí y que cada día canta un poco mejor.
Fuente: Identidad Bértoli, 30 años de Desarrollos Inmobiliarios.
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