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El "extra" en el Tandil de los años felices

Alguna vez se tendrá que estudiar la naturaleza del extra. Dicen los que saben que son dos las motivaciones que marcan al extra. 1) La necesidad que experimenta el cholulo, un ser que está dispuesto a cualquier cosa con tal de acercarse a su ídolo. Y 2) La vocación artística inmolada en un segundo plano, en las letras en miniatura de los títulos de las películas.

El extra que mejor conocemos es el denominado "Pueblo" de las Escenas de la Redención, o sea el sujeto social sin voz ni voto, o con la voz impersonal de las multitudes. Es una tarea ingrata. El extra no conoce de condecoraciones. El único premio que recibe es el asado tras la última función del espectáculo.

El extra no sólo está aquejado por su ausencia de las marquesinas sino por la fugacidad de su actuación. Es una labor difícil puesto que suele ocurrir que el espectador no se percate del momento en que el tipo aparece en escena. Eso le ocurrió a un vecino de la aldea enamorado del cine. Le tocó en suerte ganar un papel de extra en la película Continente Blanco. Al actor le tocó un papel ingrato. Aparecía filmado durante unos cinco segundos caracterizado de esquimal en la Antártida. ¿Quién iba a reconocerlo? Ni Mandrake ni Fu Man Chu con anteojos. Pero el hombre tenía un legítimo orgullo por su actuación desempeñada en una película nacional que pasaría sin pena ni gloria por las carteleras porteñas. Cuando el film llegó a Tandil nuestro personaje llevó a su novia al cine para compartir su primer escalón a Hollywood. Dicen (y esto forma parte de la leyenda) que el orgullo lo condujo a la temeridad de retar a duelo a su propia novia: si ella no lo reconocía durante el film, el romance terminaría allí mismo. ¿Resultado? La llevó al cine durante los siete días que se pasó la película, y entre el imponente paisaje antártico, el disfraz de esquimal y los cinco segundos que tenía para reconocerlo, la pobre mujer estuvo a punto de morir de angustia en el intento. Finalmente gritó al voleo: "¡Ése sos vos!". Dicen que nuestro personaje guardó silencio, luego la abrazó y desde ese entonces supo de qué se trataban las únicas mentiras que valen la pena: las mentiras piadosas, las mentiras de amor.

Pero sin duda el extra más recordado fue un vecino de la periferia agrícola. Se trató de un caso atípico. No quería ser actor, no quería ser famoso, no era cholulo ni quería llegar a Hollywood para seducir a Marilyn Monroe. Era simplemente un jornalero al que le gustaba el espectáculo circense. Aquella noche el hombre se acercó al baldío de la calle Alberdi donde se levantaba la carpa de un circo de lástima, el circo de los Hermanos Iñiguez. Sin una moneda en el bolsillo nuestro jornalero atisbó al patrón, que había abandonado la carpa con un gesto de preocupación en la cara. "Necesito un extra que enfrente a Juan Moreira. El que se anime mira gratis la función", ofreció a los que estaban esperando entrar de garrón. Eran los tiempos en que los circos traían como novedad obras de teatro cuyos papeles menores eran representados por los vecinos del lugar.

El jornalero, que jamás había probado la adrenalina escénica, aceptó el desafío. Iñiguez le dijo que bajo una mesa de caña, ubicada en el centro del escenario, estaría escondido el apuntador, por si la memoria le fallaba en lo único que tenía que decir al momento de enfrentarse a Juan Moreira: "¡Defendete, maula!". Dicho esto debía dar un paso adelante y simular un ataque sobre el protagonista de la obra. Esa noche aquel circo de miseria (a tal punto que los únicos animales que traían eran perros) estaba repleto. A la hora señalada el jornalero recibió el facón de utilería y esperó la orden del patrón. Iñiguez tiró el escabardientes -contraseña previamente acordada- y nuestro héroe se mandó para el escenario. Lo encontró a Juan Moreira de espaldas y ahí nomás le gritó:

-¡Defendete, maula!

Moreira sacó el facón y se le vino encima. El jornalero se pegó semejante julepe que retrocedió espantado hacia la mesa donde yacía escondido el apuntador de la obra. Y mientras reculaba, sin querer, le pisó la mano al apuntador. El hombre, dolorido, le susurró: "Me estás pisando los dedos". Entonces nuestro jornalero, sin dejar de faconear a Moreira, gritó para la posteridad:

-¡Me estás pisando los dedos!

Acto seguido los hermanos Iñiguez debieron suspender la función.

Fotografía ilustrativa

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