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Siempre una más

Decía el Tucu que si en ese país al fútbol -o mejor dicho al fóbal- le decían "Soccer", con eso nomás ya bastaba para que nunca nadie pudiera creer que los yanquis hicieran algo digno con ese juego. Hasta ayer nomás, en el bar, el Tucu era de esa opinión fundada, decía para sostener aún con más vigor su argumento, en la prehistoria mágica de Messi: el Rey Pelé quien, como sabe, terminó su carrera en el Cosmos y no parece haber brillado en simetría a lo que ganaba: cuatrocientas lucas verdes por partido.

Todo esto viene a cuento, para los amantes del fóbal, porque cada uno tomó a su manera el último capítulo de la película Messi, eso de fichar para el Inter Miami, club del que poco y nada sabíamos, salvo que pertenecía a esa tradición llamada Estados Unidos. Un club de media tabla para abajo que nos hacía pensar que el ídolo rosarino había elegido empezar a disfrutar del último tramo de su carrera sin presiones, como si fuera a jugar en el potrero del barrio, con los amigos, y sin hacer la digestión.

Roque creía que el pibe se merecía largamente ese retiro en cámara lenta, que nadie sabe muy bien cuántos millones o billones habrá facturado el padre Jorge para su hijo, y que no había nada de casual en esa carambola que lo ponía a Messi en el país donde se va a jugar la Copa América y, en tres años, el Mundial. "No hay puntada sin hilo", decía Roque, apelando a la metáfora de máquina de coser Singer de su abuela Felicia.

Los otros, en el bar, no decían nada. A lo sumo que el PSG había demostrado eso que es la Francia de estos días, algo que también se pudo ver en Roland Garros a través de la conducta de su público: un país de gente maleducada repleta de nacionalistas de cartón. Es tal vez el problema -o la única perspectiva- de los que vemos la vida por el reflejo instantáneo de la televisión. Pero, más allá de lo que es o no es la Francia de este tiempo, poco y nada se parece a la que sedujo a la intelectualidad de los 60, el París de Cortázar y La Maga, y Rayuela y todo lo que se sabe.

-Al Pulga lo forrearon de lo lindo ahí -dice, con su habitual llaneza, el Tucu.

De modo que nadie lamentó que Messi hiciera las valijas y que aterrizara en Miami, aunque está claro que la mayoría de nosotros, los argentinos, no tenemos mucha idea del lugar a donde nuestro pequeño genio fue a dar con su mujer y sus hijos. Salvo por un detalle.

-¿Cuál? -preguntó Roque hace unos días.

La foto donde se la vio a la familia entera de Messi haciendo las compras en el supermercado.

-Como si estuviera en Monarca, ponele- dijo el Tucu, que no puede salir mentalmente de su localismo provinciano.

-Ponele que sí -debió conceder Roque.

-Una vida tranquila, sin problemas, cero stress.

-Y sobre todo que nadie le dio bola -el Tucu se detuvo en ese detalle.

Porque si bien es cierto que la prensa habló de que fue toda una revolución verlo a Messi haciendo las compras y Antonella lució no sé qué vestido raro y todo eso, lo cierto es que el tipo fue al supermercado, hizo las compras y volvió a su casa sin que nadie se le tirara encima, ni le implorara por una selfie ni nada de eso.

-Porque son yanquis -insistió el Tucu.

Y así se fueron pasando los días. Y la conclusión: Messi eligió un lugar tranquilo para afrontar el lento pero irreversible ocaso. Ya ganó todo, no tiene que demostrarle nada a nadie y no pasará absolutamente nada si el Inter Miami se va al descenso.

-No sé, no creo que haya descensos allá -dudó Roque.

Esa era la idea entonces. La del tipo que ya dio todo de sí y ahora hace un flor de negocio y se va a disfrutar de la vida en familia, sin que nadie le rompa las pelotas, pero que, en el fondo, del fútbol mismo, en la cancha, no íbamos a tener que soñar con grandes cosas.

Después, anoche, pasó lo que pasó. Entró en el segundo tiempo y sobre la agonía del partido, en el descuento ("tiempo recuperado", dice la ostentosa dialéctica del periodismo deportivo moderno), se paró frente a la pelota en un tiro libre que daba más para un diestro que para un zurdo. Pero bueno, tomó una carrera cortita y la peinó sólo como él sabe, para que la pelota suba, le haga una monería a los pobres tipos de la barrera, y caiga en el fondo del arco como si viniera de Júpiter, mientras el arquero parecía un espantapájaros en el aire, un tipo que vuela con la resignada certidumbre de que todo será en vano.

Entonces todo lo que se dijo y se debatió, acá en el bar y en el mundo entero, incluida la disquisición semántica entre el soccer y el fútbol, fue a parar a los caños. El pequeño mago lo había hecho otra vez. Un golazo redondo, una alegría redonda, un negocio redondísimo. Un gol que nos salvó el viernes y que, en loop, repetido al infinito en las redes y la tele, nos permite creer en la inmortalidad, sí, en la inmortalidad de la esperanza.

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