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La payana y el alfarero

Para empezar esta cita del escritor Daniel Defoe: "Todos somos como la arcilla en manos del alfarero y ninguna vasija podía preguntarle: "¿por qué me has hecho así?".

Famosamente Daniel Defoe es el autor de Robinson Crusoe. Más de uno habrá leído ese libro, un libro que circuló entre la infancia y la adolescencia, como tantos otros libros que fueron eso: una marca de época. Pienso en El lobo estepario, de Herman Hesse o el Miedo a la libertad de Erich Fromm, pero vuelvo a Defoe. ¿A qué viene todo esto?

El último despacho de este portal fue una suerte de memorial sobre la payana. El artículo despertó innumerables comentarios, pero algunos me llamaron la atención porque ponían el acento en la propia perfomance del lector a la hora del juego. Mi querido José Pepe Angelillo hizo alusión, elípticamente, a que en la barra de amigos de la adolescencia, uno de los nuestros era imbatible en la payana. Era flaco y con unas manos grandes y laboriosas. El adjetivo no es una metáfora. El Flaco Felicce, de él se trata, era el único amigo de la infancia que trabajaba siendo adolescente. En el supermercado Cometa trabajaba, en una suerte de "puesto de recepción", por darle una entidad demasiado fina para lo que en verdad era: armaba las cajas con la mercadería de los clientes, o algo así. Era creo que el único hijo de una familia humilde y eso no le impidió pasar los veranos en el Club Independiente, porque para eso trabajaba además de ayudar a sus padres: para pagar la cuota del club. Y fue en uno de los lugares más mágicos del club -la terraza- donde el Flaco desplegaba su extraordinaria destreza para la payana. También jugaba muy bien al bowling, pero en la payana era literalmente imbatible.

¿De dónde le venía este atributo con que nos pasaba el trapo cada tarde, cada verano, en la terraza de nuestro querido club? Esa es la gran pregunta de Defoe, una indagación sin respuesta.

El alfarero, vamos a darle el nombre de dios, pero en minúscula, en atención a quienes dudan de su existencia, volcados a un súbito o lentificado agnosticismo, o a quienes jamás creyeron en él y ejercieron un ateísmo a salvo de las desesperaciones habituales por las que solemos demandar su ayuda ("Cuando se cae el avión nos acordamos de Dios", decía Facundo Cabral), el Alfarero, entonces, tampoco se dignaría darnos su versión del tema. Si todos nacimos a su imagen y semejanza, cómo fue que somos tan distintos y en lo que uno más o menos se defiende, el otro se hunde. Esta afirmación me recuerda un diálogo memorable entre el escritor James Joyce y Carl Jung, el discípulo renegado de Freud. Joyce estaba desesperado por la salud mental de su hija Lucía. En ese momento, tras muchos avatares, Lucía empezó a escribir sus textos desbordados de neologismos, una escritura intrincada y muy parecida a los escritos de su padre, que estaba trabajando en un proyecto llamado "Work in Progress", lo que después iba a ser el Finnegan's Wake. Joyce lo fue a visitar a Jung, que había leído el Ulyses, y le habló de la semejanza de los escritos, mostrándole sus propios borradores. La respuesta de Jung lo dejó sin palabras: "Sí, pero donde usted nada, ella se ahoga".

Y esto nos pasa a todos, sin necesidad de llegar al extremo de Lucía Joyce, en el devenir de la vida. Y sobre todo en una estación de ese devenir donde todo dolía el doble: la adolescencia y -a veces- la infancia, que no por algo dicen los especialistas es el momento donde se cifra para siempre la psique del sujeto.

Está claro que nadie iba tirarse del terraza del Club Independiente porque en la payana no podía pasar la fase 3 o revolear por el aire los cinco objetos que debían ser lo más cuadrados posibles (de mármol, de granito y hasta de aluminio), hacerlos aterrizar mansamente en el dorso de la mano para luego con una cabriola medida y precisa traerlos de vuelta a la palma, en un viaje tan azaroso y complejo como el del Apolo 13 en su regreso a la Tierra. Pero había quienes lo lograban con esfuerzo y quienes, como el Flaco Felicce, lo hacía con la misma automática frescura con que se podía hacer la señal de la cruz en misa.

Hoy me contó un lector y amigo de estas historias, Julio Carrillo Ghezan, una fase de "la del 5" que no conocía, previa a los años 70 (época donde todos nosotros estábamos yendo de la infancia a la adolescencia). La del 5, me dijo Julio, tenía una vuelta de tuerca, un yeite para contrarrestar la irremediable dificultad de base que se presentaba al momento de ejecutarla: las manos pequeñas de los niños en esa etapa de la vida. Habían inventado, entonces, una estratagema que hasta nombre tenía: "La del Bombo", le decían. Me lo contó en el bar pero como de vez en cuando no está mal volver empíricamente a la infancia, le diré que nos grabe con cinco payanas que vaya a buscar al baúl de los juguetes olvidados, el movimiento de "La del Bombo", que facilitaba notablemente ejecutar con éxito la fase más compleja del juego.

Respecto a la cita de Deffoe, muchas veces me hice la misma pregunta. ¿Por qué un tipo puede conocer hasta el último secreto del funcionamiento del cigüeñal del motor de un auto y por qué no puede escribir un poema al mismísimo cigüeñal? Si somos vasijas que estamos hechos por las manos del todopoderoso y unánime alfarero, ¿en qué laberinto cósmico o genético se decidieron los dones y las carencias de unos y otros?

La payana, como todo juego manual de infancia y adolescencia que ponía en acto atributos como el sentido del equilibrio, la armonía, el cálculo, la sincronía, la intuición, los reflejos y la velocidad, nos dio a entender en aquellos años, con su lenguaje material hecho de mármol, fierro, aluminio macizo y granito milenario, esas enseñanzas fundantes que se describen jugando: que siempre alguien gana y alguien pierde, que siempre hay mejores y peores, que si fuimos arcilla y vasija en las manos del alfarero, teníamos todo el derecho de preguntarnos por qué nos habían hecho así, sin esperar otra respuesta que un apático silencio.

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