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Carabelas y nativos

Un gastronómico amigo, con el salón de su bar repleto de gente, me dice: "Hay que hacerle un monumento al turista". Cualquier gastronómico que lo escuche acordaría con la idea. De las tres carabelas del turismo, la gastronomía es la "Santa María". "La Niña" es la hotelería, cabañas y afines. "La Pinta" es el comercio, en especial chacineros y artículos regionales. O todo eso junto.

¿Y los nativos? Bueno, acá estamos. Como la colonización turística rompió la estacionalidad, ahora ya nos hemos ido acostumbrando. Porque las tres carabelas traen dinero y eso, se sabe, deriva en trabajo, movimiento, consumo. La rueda que se mueve.

Ningún nativo -aunque lo quisiera- puede oponerse a la fuerza incontenible y pródiga de algo que parece haber caído del cielo: somos la tierra elegida. ¿Qué hicimos para merecerlo? Vaya a saber. Todo empezó hace veinte años, en el 2000, en plena debacle del país. A las primeras carabelas las acompañaban unos yates y otros botecitos. El mar era cruzado por decenas de familias que huían de la gran metrópoli, hartas de ser una clase acomodada sin una calidad de vida para gastar el dinero que tenían. Así, digamos, empezó todo esto. Una primera inmigración vip que abrió el camino, sin saberlo, a las que fueron llegando después, cuando la varita mágica, en 2009, multiplicó por millones el topónimo de la ciudad en cada raquetazo del hijo pródigo y su colofón mayúsculo: ganar el UsOpen. Edificar la Torre de Tandil a nivel global y cero peso de difusión.

Un poco antes, en 2005, se había creado el Ente Mixto de Turismo, gestión conjunta entre los sectores público y privado. Un poco después el salame más famoso del mundo se convirtió en una marca registrada a través del DOT. Y un número mágico para las carabelas: 380 kilómetros entre la selva de cemento y nuestra isla de granito milenario, una distancia ínfima entre ellos y nosotros que hizo y hará imposible el avión pero no así las carabelas.

¿Qué hicieron los nativos entonces? Cuando advirtieron que la mano venía en serio, y ya comenzaba a ser muy pareja la tendencia entre los migrantes que se radicaban (comenzando a colapsar la matrícula de los colegios privados para sus hijos) y llevando el precio de las construcciones y la tierra a la estratósfera, y los nacidos y criados, vieron el destello de la oportunidad. El razonamiento básico podría ser así: si el turismo no tiene techo, algo tengo que hacer para vivir del turismo. Así, de aquellas primigenias cabañas de cuasi mampostería, que contrastaban severamente con la idea del fundador del concepto de cabañas en la ciudad, don Oscar Scarcella y la austera belleza de su Hostería La Cascada, la vara empezó a enderezarse, por la sencilla razón de que los que bajaban de las carabelas pedían un mínimo confort para esa colonización de tres días que se aprestaban a disfrutar.

Además, ocurrió otro fenómeno: el paisaje de la ciudad se empezó a poblar de complejos de cabañas y hoteles levantados por algunos propios de los tripulantes de las carabelas, fueran emprendedores o inversores, y la vara quedó tan alta que los precios del alojamiento se fueron a las nubes, prefigurando un serio riesgo para el destino. Pero no. Al menos hasta ahora no. Tandil democratizó su categoría de ciudad cara para todo el mundo, incluido para los turistas. Pero como el dólar está inalcanzable y son pocos los que puede salir del país, esa brevedad de 380 kilómetros y la belleza de un paisaje y la múltiple oferta de cosas (sí, cosas, paseos, esculturas, sendas, eventos de turismo aventura, deportes, casas de té, etcétera) más las sierras imprescindibles hicieron el resto. Es decir lo que hoy, ahora, en estas horas, es Tandil. Una ciudad rebosante de turistas, de comerciantes felices y de nativos que si no se fueron de vacaciones debieron replegarse en sus condominios para dejar que el turista disfrute todo lo que quiere y necesita disfrutar. Porque para eso paga.

Un montón de nativos, además, optaron por una jugada lógica en las tácticas de la guerra: si no puedes vencerlos, únete a ellos. Entonces florecieron los bares, restobares, restaurantes, cafés de autor, centros comerciales, cervecerías y decenas de emprendimientos gastronómicos para felicidad de lo que hace cualquier turista en cualquier ciudad que visita: caminar y comer, como dos pulsiones básicas que también le permitieron al teatro lugareño una taquilla inesperada: unos cuantos turistas concurren a las salas locales. Y la rueda se sigue moviendo. Pero también pasan otras cosas: al nativo que dispone de una propiedad le conviene alquilar esa casa un fin de semana al turista que a su vecino en un contrato tradicional, pues la diferencia económica es grande. Lo cual acentúa el problema número uno de la ciudad: la vivienda. Y quiebra, de paso, un lazo que creíamos irrompible en las vecindades activas del siglo pasado, donde la prioridad en el mundo de las empresas y afines siempre la tenían los nativos y su descendencia. Por ejemplo, cuando un empleado de la Usina se jubilaba, la prioridad para el nuevo empleado la tenían los hijos del jubilado.

De aquel antiguo aforismo del ex director de Turismo Ernesto Palacios, acerca de que Tandil no era una ciudad de turismo sino una ciudad con turistas, ahora el axioma quedó trastocado: finalmente llegamos a ser, por múltiples razones, una ciudad de turismo que debe andar sumando entre el 17-20 por ciento del PBI, sin contar lo que no se factura, que es más o menos la mitad de ese número.

Sé que hay muchos nativos que ven llegar las carabelas y sufren ante la descomunal invasión que comenzó post pandemia y se continúa en estos días. Es lógico y hasta natural cierto disgusto por la intimidad perdida. Pero por otro lado y ante las considerables ventajas que aporta el turismo, habría que bajar el nivel del lenguaje y apelar a un silogismo del lunfardo posmoderno que dice algo así como "relájate y goza". Muchos nativos encontraron proyectos, emprendimientos, creación genuina de riqueza y fuentes de trabajo y todo lo que sabemos, en el escenario de una economía diversificada, para que la rueda se siga moviendo al amparo de una ciudad que está de moda. Doscientos o mil Tandiles, los que vayan a ser en el futuro si se cuida el destino con precios y servicios, seguirá siendo eso que dijo Miguel Lunghi el 4 de abril, en día del bicentenario, al pie de la estatua ecuestre del fundador: una tierra de oportunidades. Los que tengan (tengamos) nostalgia por el paraíso perdido debemos pensar que una comunidad es eso: un lugar donde todos sus habitantes se realizan en el credo del esfuerzo y el trabajo.

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