Historias VOLVER
Hasta que se crearon los circuitos electorales y uno vota en la escuela más cercana a su casa, en la mesa del sufragio, o mejor dicho en la cola, en la fila que debíamos hacer, había como una sensación de cercanía un tanto insólita, pero cercanía al fin.
Porque uno, si tiene la costumbre del metodismo y la puntualidad, cada dos años (para legisladores) y cada cuatro (para presidente e intendente), ese domingo de elecciones se encontraba con gente conocida. Pero, ¿conocida de dónde? De ahí, de esos domingos en que nos encontramos desde hace cuarenta años. Gente conocida porque algo nos igualaba, además del apego a las rutinas (por ejemplo ir a votar temprano). Algo nos igualaba en la modalidad de un parentesco estrafalario, como ocurría también en la escuela cuando el profesor pasaba lista. El parentesco era la letra de nuestro apellido y los compañeros que compartían nuestra inicial, aunque también los inmediatos que estaban por delante y los que seguían. En mi caso la E estaba, lamentablemente, mucho más cerca de la A y la B y la C, y esa tortura alfabética nos habría de acompañar durante toda la escuela, la primaria y la secundaria.
En un fondo abisal, en el talud de las aguas profundas de la lista, estaban nuestros compañeros cuyos apellidos empezaban con R, con T y con Z. La zeta era una bendición, salvo que hubiera un profe muy perverso que nos hiciera pasar al pizarrón empezando la lista al revés.
Entonces había como una suerte de fraternidad por cercanía de abecedario. Eso, o algo más o menos parecido, ocurrió durante al menos treinta años los domingos de votación, como dije, hasta que cambiaron el sistema y toda esta cuestión quedó literalmente en el olvido.
Como soy del team Metodista y Puntual y como por suerte hay mucha gente que ejerce estos saludables hábitos, ese domingo de votación solía encontrarme con vecinos que no veía nunca. Por ejemplo, ahora me acuerdo, con la E del apellido Elissondo. Y acá una suerte de sincronía doble, porque ese Elissondo, Ignacio, había sido mi compañerito de grado en la escuela primaria, en la número 2, entonces un domingo de cada dos años o cada cuatro, como se ha dicho, nos encontrábamos o reencontrábamos parados en la fila donde votábamos, a eso de las 9 a 9,30 de la mañana, tempranero horario que suele ser elegido por diferentes razones. Para los pragmáticos, porque votan y se sacan el tema de encima; para los ansiosos (el que suscribe) porque permite de alguna manera empezar a vivir la elección in situ, allí donde se ven los pingos, donde se cuentan los porotos, los cortes de boleta, donde se relojean las caras y uno, de manera empírica, abusando en mi caso del sentido de la observación que todo escritor debe tener, intenta descifrar cómo viene la cosa. Como si los gestos de una cara, la tersura de la piel, la mueca o el ceño fruncido o relajado de ese tipo que espera llegar a la urna, entregar el DNI, agarrar el sobre y mandarse para el salón, nos fuera a decir algo de lo que hará en la soledad del mal llamado cuarto oscuro.
Entonces, volviendo, de entre las muchas cosas por las cuales me gusta ir a votar, una de ellas era la posibilidad de tropezar con alguien del recóndito pasado, en el mismo lugar y en la misma mesa de hacía un par de años, y ver -eso sí que era llevar la observación a un estadio más agudo-, los estragos que había hecho el tiempo en mi compañero de escuela o, sin más, en cualquier conocido de ese día de votación cuyo apellido empezara con E, estragos que por otra parte, claro está, también me eran propios. Porque nadie es el mismo de una elección a otra y no sólo por el obvio rigor de la biología. Nadie es el mismo porque así funciona la cosa, dado que tal como famosamente enunció el amigo Heráclito ningún mortal se baña dos veces en el mismo río.
Supe atesorar esos domingos tres o cuatro presencias inconmovibles, clavadas siempre en la misma mesa y a la misma hora, durante por lo menos diez elecciones. A veces los encontraba por delante de mí en la fila, a veces por detrás y a veces nos topábamos subiendo o bajando las escaleras de las escuelas, o entrando uno y saliendo el otro del aula, con la boleta todavía latiendo en la mano, dentro del sobre, y ese gesto enigmático un tanto forzado, porque es probable que a ninguno le guste demasiado que por la cara le adivinen el voto. Pero, claro está, hay votos que son cantados por un millón de razones: por sus posteos en las redes, por su posición ideológica, por su apellido, por las relaciones, por el barrio donde vive, en fin, en ciudades pequeñas todavía pasan estas cosas: que uno tenga la cara del candidato que votó. Pero todo eso para mí era secundario: a mí lo que me gustaba era encontrarme con esa gente que la vida me había desencontrado durante tanto tiempo, y saludarnos con una sonrisa sincera y hasta por ahí, si daba, entablar una conversación de bueyes perdidos, porque si de algo uno nunca va hablar en la fila esperando el turno de votar es de política.
Esas compañías son lo más parecido, supongo, a otras que se dan en otras azarosas circunstancias , por ejemplo la que compartís con el tipo que cada domingo tenés al lado en la tribuna, en la cancha, en el teatro, o cosas por el estilo.
Lo que nunca imaginé -hasta que me lo contó- es lo que hacía un ex compañero de escuela cuyo apellido también empezaba con E y que no cito porque ya no está entre nosotros. El tipo aprovechaba ese domingo de elecciones para rastrear a una muchacha de la que estaba total y fatalmente enamorado desde su juventud y que, por supuesto, jamás le había dado bola (así es la vida, casi siempre). Sabía, hasta sin necesidad de consultar el padrón, donde ella iba a votar, y la esperaba desde temprano en la puerta de la escuela con el corazón en la mano, sólo para que si la mujer se dignaba mirarlo -y reconocerlo tras la bruma corrosiva del tiempo- atreverse a saludarla. Ella nunca lo vio, no lo registraba ni siquiera en sueños, por lo tanto fue una larga espera entre elección y elección hasta que los circuitos electorales cambiaron la modalidad y él terminó votando en la remota escuela Luis Alberto Spinetta, de Villa Laza y ella en el Colegio de la Sagrada Familia, lo cual le dio en términos alegóricos un poco de sentido al eterno desencuentro: nunca podríamos imaginar un gran amor, un amor ni siquiera platónico, entre el Flaco Spinetta y le Hermana Alicia.
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