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Barones y vejeces

¿Qué es un viejo? Es alguien que está fuera del sistema, alguien que ya no produce, que ha caducado por acción u omisión, porque se le pasó el cuarto de hora, porque ya no tiene más nada para dar.

Un viejo es, por definición, algo que capotó en su uso, como un trapo. ¿Cómo deviene el trapo en trapo, por ejemplo el trapo con que se lava el auto? Deviene por desgaste: en el principio de los tiempos fue una prenda flamante que el óxido de los años y las demenciales vueltas adentro del lavarropa y el cambio de las modas y algunas otras razones más lo fueron degradando a su condición última: el trapo que ya, casi inanimado, desflecado, descolorido, está como una antesala de la nada, preludio de la total inexistencia. De allí la figura de los trapos viejos.

Un viejo no se corresponde con el sistema. Al no producir rompe la cadena por la cual se mueve el mundo occidental (y diría el entero mundo): la frenética correa del capitalismo. Más que producir y extenderse, ampliarse, ensancharse con lo que hace, el viejo se va encogiendo sobre sí mismo. Un viejo es como un escultor que cada día, un tanto involuntariamente, se esculpe algo de su propio cuerpo, cada vez más más estatua, cada vez más lento y detenido e incompleto. Por algo es que nadie llega a viejo con todos los dientes, ni todos los órganos, ni siquiera con la estatura que alcanzó cuando terminó la edad del desarrollo: con los años los mortales tienen a perder altura, un centímetro, dos, tres y así.

Un viejo, salvo excepciones, carece de buenas ideas. Si a los cincuenta uno empieza a repetir historias, anécdotas que vuelve a contar como un opa frente a sus amigos, todo lo que sigue después es también la a veces inevitable caída libre hacia el gagaísmo.

Todos, sin duda, le tememos fuertemente a ese fantasma. Porque el gagá (como el loco) no sabe que está gagá. Cuando toca esa cumbre ya es demasiado tarde para evitar el abismo.

Un viejo no tiene derecho a la protesta y recibe en sus oídos, famosamente, la nueva denominación con que habrán de llamarlo enfermeras, cuidadoras y afines: "Abuelo". Término que sin duda resulta enternecedor en boca de un nieto y se asemeja a un gargajo envenenado que se lanza sobre la frente, los oídos, la espalda de un viejo al que todavía le queda un último espasmo de dignidad: el de la lucidez que aún se mantiene como una vela agónica, la trémula luz de un fósforo en su cerebro.

En fin, un viejo, lo sabemos, está para la reclusión domiciliaria o el asilo. Pero, ¿qué pasa si el viejo le hace un corte de mangas al almanaque? O si el almanaque dice una cosa y su espíritu (digamos su energía, su aura o sencillamente su pasión) dice otra?

El joven diputado Rogelio Iparraguirre, de cuarenta y pico de años, con esa insolencia propia de la edad y el rencor y la impotencia que lo corroía por dentro hasta que reventó el grano de pus y la voz de su subconsciente sonó nítida y por fin verdadera (porque debe ser bravísimo para el orgullo de un simulador que un viejo te pinte la cara una y otra vez), tildó por la radio, hace unos días, de viejo a Miguel Lunghi. Dijo que su círculo de funcionaros "ya no se lo fuman", y que si lo toleran, al viejo, es por una cuestión laboral o económica. Y dijo también que no se podía pretender ser intendente ya con 80/85 años.

El joven Marcos Nicolini, de cuarenta y pico de años, durante su campaña comparó a Miguel Lunghi con un "barón del conurbano", como si de golpe se hubiera olvidado dos cosas: a) lo que significa semejante rótulo (intendentes que transan con la droga, los chorros, los capitalistas de juego, las cajas negras para la policía, la mafia de los desarmaderos, etc.) y b) que además de traerlo al mundo en calidad de pediatra, ese intendente le dio los cinco mejores cargos de la administración pública, incluida la propia jefatura de gabinete.

Viejo gagá y barón del conurbano fueron dos de los epítetos más lamentables que se escucharon durante la campaña. Lunghi, "adulto mayor", como bromeó anoche sobre sí mismo, y zorro demil batallas, no contestó ninguno de ambos insultos. Y el domingo dejó que las urnas hablaran.

En la vida se puede ganar y perder y ambas cuestiones son meras contingencias del devenir. Ganar o perder una elección está en los cálculos de cualquiera que se dedique a la política. Lo peor no es eso: lo peor es perder el estilo. Cuando te fuiste a la banquina de la falta de respeto, la cuesta para volver es mucho más empinada. Esa frase de que los agravios en política prescriben a los seis meses es sólo eso, una frase. Otra frase es: viejo es el viento pero igual sopla. Ayer, en el borde de la leyenda, el viento sopló sobre el valle, tal como hace veinte años, obstinado y feliz, sin perder el norte ni el eje, porque es un viento que nunca se la creyó.

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