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De Norte a Fugl, veintiocho años después.

«Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, solo es aceptable la comparación en grado superlativo».

Famosamente, así comienza Historia de dos ciudades, la obra maestra del escritor inglés Charles Dickens. Como a cualquiera que le guste la literatura, prácticamente esos inicios se pueden decir de corrido. Y a veces, si uno lo ha olvidado entre tantos libros que se agolpan en la memoria, una foto -una fotografía que vaya a saber quién sacó- nos lo puede traer de vuelta.

Y acá está, junto al memorable párrafo de la novela de Dickens, la foto en cuestión. El mejor y el peor de los tiempos, el de la sabiduría y de la locura, el de las creencias y la incredulidad, el de la esperanza y la desesperación.

El año es 1995, tal vez 1996. Da lo mismo. La imagen resiste la precisión del calendario. Es la década lo que importa, los 90. Porque hay en esa década la historia de dos ciudades. La que se negaba a quedar en el pasado y la que venía al galope sobre el corcel de la modernidad. En estos días, un tanto groseramente, las redes han viralizado un silogismo de Antonio Gramsci, muy famoso por cierto, donde el ideólogo marxista que escribió un libro bellísimo, las cartas a su hijo desde la cárcel, hablaba que entre lo viejo que se negaba a morir y lo nuevo que tardaba en nacer había algo intermedio e incierto: un monstruo. La cito al vuelo para avanzar en el tema. Está claro que esta agudeza de Gramsci -contagiada en las redes sociales por miles hasta convertirla en lugar común-, tiene que ver con la novedad del esperpento Milei, pues, como sabemos, cada momento de la humanidad ha engendrado sus propios monstruos. Parece que así funcionan las leyes de la historia.

Dos ciudades, entonces, colisionaban entre sí en aquel Tandil del 95 porque algo nuevo e inédito asomaba como una criatura de hierro con forma de gigantesco galpón en la Avenida Buzón. Llegaba desde la más completa ajenidad una cadena de supermercados con la plusvalía de la tierra prometida: un shopping. Eso decía la publicidad de la época y el mortífero boca a boca que por entonces -y todavía sigue teniendo vigencia- era la mejor difusión a cero peso. Un shopping foráneo bajo una marca que nos obligaba a mirar hacia arriba. Porque si uno decía "Norte", está claro que tal cosa era la antípoda del sur. Y el sur (de la provincia de Buenos Aires) era más o menos nuestro lugar en el mundo. O, si quieren, el centro, pero nunca el norte. El norte era, criollamente, Jujuy, y tilingamente Miami. Así funcionaban las cosas en los 90, con el menemato frívolo, el deme dos y la convertibilidad de 1 peso = 1 dólar.

Norte, entonces, era lo nuevo. Lo viejo eran los almacenes de barrio, los mercaditos, el ya por entonces olvidado supermercado Cometa (rey de los supermercados en los 70), y hasta el microcentro de la ciudad, que hoy es realmente el centro viejo, había envejecido de golpe porque Norte, entre sus maravillas, prometía un Paseo de Compras, así, con mayúsculas.

La colisión idiosincrática entre las dos ciudades dio lugar a escenas que tal vez alguno haya olvidado. Por ejemplo, un spot publicitario de Monarca, en la tele local, con la fachada del supermercado Norte de fondo, avisando que de afuera se venían a llevar el dinero de los tandilenses, o algo por estilo. Una grosería pueblerina que prontamente fue retirada del aire porque si bien es cierto que durante el primer mes de Norte en Tandil las ventas de Monarca bajaron un 50%, luego las cosas se equilibraron hasta que finalmente el hiper foráneo debió claudicar y aceptar la derrota.

Pero lo nuevo no dejó de llegar: más pronto que tarde, en el 93, llegó el servicio de remisería (Remís Tandil, Remís Alas como pioneros), llegaron los ciber café con internet (enviar un mail costaba un peso y cada ciber tenía una sola casilla para todos los clientes), llegó la telefonía celular, los colegios privados, y todos sabemos cómo terminó la historia: en medio de las tensiones de la época (cierres de fábricas, metalúrgicos convertidos en remiseros, etc.) los años fueron pasando hasta que de golpe nos chocamos de frente contra el iceberg de 2001. Y todo voló por el aire.

Antes, en esos días del 95, ocurrió un hecho pintoresco, por decirlo así. El último tic del provincianismo cultural del pueblo grande en su transición a ciudad intermedia. En la fotografía que ilustra este artículo se observa, repleta de autos, la playa de estacionamiento de Norte. Fue la única batalla cultural que pudo ganar, momentáneamente, el hiper foráneo en la ciudad: cada sábado y domingo los vecinos mudaron la masiva contemplación bucólica que realizaban en torno al Lago hacia la mismísima playa de estacionamiento de Norte. Termo, mate y bizcochos con un paisaje inefable y surreal: vecinos que miraban como otros vecinos salían de Norte con el chango repleto de mercadería. O, más bizarramente, en el interior del galpón, como algún vecino simulaba una compra, cargaba el chango hasta el tope, paseaba su "prosperidad" ante los ojos de la gente, para luego dejarlo abandonado detrás de alguna góndola perdida.

Pasó el tiempo y los vecinos, con secreto arrepentimiento, volvieron de la playa de estacionamiento al Lago. Fugl, con su silencio, perdonó la traición pero no olvidó el desprecio. Lo habían dejado solo, más solo, incluso, que cuando en 1848 llegó a este pueblo sobre su caballo Rocinante, como un quijote loco que venía a fundar una colonización.

En estos días se respira en el aire, otra vez, el choque de las dos ciudades. Entre el shopping que nunca se termina de hacer, el del Paseo del Banco, y el esperpento dolarizador que huele al iceberg del corralito, es probable que después de octubre, pasada "la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación", eso que tan bien narró Dickens, seamos testigos de una nueva traición al Lago y -tras la consiguiente decepción- otro regreso con la cola entre las patas a los pies de la estatua del colono danés. Entonces, si eso sucede, habrá que ver si Juan Fugl nos perdona otra vez.

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