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Capristo y el manicomio a cielo abierto

Nunca fueron gente querida por una razón más que sencilla: en el país de la anomia, los inspectores (vulgarmente llamado "zorros") pretenden hacer cumplir la ley. Un trabajo titánico con mala prensa y un contexto social muy desfavorable.

El último episodio da cuenta de la Argentina rota hasta la médula: un inspector municipal detuvo a un motociclista en el Lago y le pidió los papeles de la moto. El tipo, que iba con su hijo de corta edad, no tuvo mejor idea que pegarle una terrible trompada. Dos secuencias inmediatas: el inspector sufrió desplazamiento de mandíbula; el chico se largó a llorar. La tercera ocurrió en estas horas: el motociclista se entregó a la policía y aceptó, dicen, su responsabilidad en el hecho.

¿Siempre habrá sido así la cosa? Un semblanteo por la historia de los inspectores da cuenta de quien parece ser el modelo original, el genoma de una función insalubre: José Capristo.

Fue el primer zorro gris de la ciudad. Consiguió el trabajo por un aviso que leyó en el diario. El Municipio precisaba un tipo que ordenara el tránsito. Capristo no parecía tener la menor experiencia al respecto y necesitaba el sueldo. Así, controló el tránsito entre las décadas del 60 y 70, en una ciudad sin semáforos y con un parque automotor mucho más acotado. Al jubilarse, en la nota del diario que lo entrevistó a la hora de la despedida, Capristo reconoció haberse sentido el tipo más odiado del pueblo. Frente al talante de ciertos cortocircuitos que había padecido en la vía pública, el intendente le propuso un día que cargara un arma encima. Capristo se negó enfáticamente. Su estampa, su moto legendaria y cierto buen manejo de las relaciones públicas, aún en momentos tensos que le tocó vivir, lo llevaron sano y salvo hasta la jubilación. Capristo fue protagonista de dos anécdotas antológicas. Una, es muy conocida. La otra la conté en mi libro Ruedas sobre el empedrado.

La primera historia ocurrió durante una función de las "Estampas de la Pasión". Capristo estaba con su moto al pie del anfiteatro, cuando le dieron unas ganas irreprimibles de ir al baño. Eso hizo. Se mandó a los baños del anfiteatro que por entonces llevaba el nombre de John F. Kennedy. En tanto, uno de los dobles de Jesús, portando su impecable túnica, había rodeado por detrás el Anfiteatro y estaba llegando tarde para la escena que le tocaba realizar sobre el fin del espectáculo religioso. El doble encontró la Gilera de Capristo y se la robó para cumplir con las santas escrituras: al otro día el diario Nueva Era consignó el testimonio de un borracho que dijo haber visto a Jesucristo subiendo la loma del Parque Independencia "como un cohete a la Luna".

La segunda historia es aún más surreal. Capristo andaba en su moto vigilando la periferia de la ciudad por la zona de Los Laureles. Un joven que trabajaba de chofer en el colectivito de la Plaza Independencia apeló al último recurso de los que no tenían auto ni dinero para pagar el taxi: decidió ir con su novia al albergue transitorio del California, y a falta de otro transporte se llegó hasta el lejano sitio de la clandestinidad sexual manejando el colectivito de la plaza. No tuvo suerte pues se topó de frente con la Gilera del zorro gris, casi en las puertas del telo. José Capristo no dudó en multar al infractor con una frase que quedaría para la posteridad: "¡Degenerado! Yo te voy a dar, venirte con el colectivito al mueble!".

Frente al pintoresquismo narrado y al dantesco manicomio a cielo abierto en que hoy se han convertido las calles de Tandil, donde sobra la intolerancia y una violencia latente, cabe preguntarse: ¿qué nos pasó? Para volver a citar, ya con cierta fatiga, la famosa pregunta que Vargas Llosa le hace decir a un personaje de la novela Conversación en la Catedral: "¿Cuándo se jodió el Perú?".

Cada cual tiene su propia teoría sobre el desbarranque educativo y cultural de la Argentina, un país hundido, roto y maltrecho que parece haber nacido para la derrota, el fracaso, la agresión gratuita, absurda y sin sentido. Un país que ya no es. Capristo, aún resistido por querer hacer cumplir la ley, no pudo imaginar, hace cincuenta años, en qué desquicio iban a convertirse las calles de aquella pequeña ciudad en la que vivió.

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