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Hace rato que lo pienso: esa avenida, Colón, debería cambiar de nombre. Dejarle simplemente lo que es: la Avenida de los Tilos.
El domingo habrá una intervención cultural sobre la Avenida organizada por Eter Teatro al Paso, Nueve 90 Espacio Cultural y Mínimo Vital y Móvil (Compañía y Teatro de Títeres), con el acompañamiento de la Unicen y el Municipio. Me invitaron a contar algunas historias de ese tramo que va desde España hasta las vías. Nunca conté cuántas cuadras son pero, después de escribir un radioteatro y una saga con veinte historias de esa calle, tengo para mí que hay dos tramos que se diferencian. De España hasta Uriburu es uno. De Uriburu hasta la estación del ferrocarril es otro. Cada uno tiene su propia identidad.
Por una cuestión de afinidades, el último tramo me parece el que mejor representa la quintaesencia de la Avenida: la cultura ferroviaria, el mundo socialista, la peluquería de Juan Nigro, ahora la biblioteca de Juanillo Salceda, la cercanía con el Teatro de la Confraternidad. Hay lugares además que merecidamente quedaron petrificados en el tiempo (digo, a salvo de la demolición), como las ruinas de la Tintorería Midori al lado de Calzados Avenida.
En el medio, desde el año 2000, está la sucursal de Monarca, empresa que si en su momento -1995- resistió a Norte, lo derrotó y luego doblegó a Carrefour, tranquilamente pudo imponerse sobre la esencia genética de la Avenida de los Tilos: su espíritu conservador.
Esta cuestión no significa un demérito, sino que, casi, lo contrario. A los tilos no les viene muy bien la posmodernidad. Debe ser por su carga histórica, es decir porque tiene más pasado que porvenir, debido a que, como se sabe, fue la primera avenida del pueblo, la que conectó el centro con la estación del ferrocarril, y tal hecho significa una paradoja pues si hubo un arquetipo de la modernidad, ése fue el tren.
A mí la Avenida me gustaba sin bulevar, como la que aparece en la foto que acompaña este artículo. El bulevar la contrae y le quita presencia al alma de la calle, esa maravilla que funciona en sociedad con los tilos: el empedrado.
Me gustaba también con la tienda de los paisanos Zugby y Abait abierta. Tienda que vaya a saber por qué se llamaba "El Parque". Me gustaba con el almacén de Cacho Ferragine, enfrente, y el canto de sus canarios. Cuando cerró el almacén después de algo así como medio siglo de vida, el día que cerró, los vecinos fueron a saludarlo. Hubo lágrimas de verdad (todo el mundo sabe que hay lágrimas de mentira). Un almacén no es sólo un despacho de mercadería. Eso es lo de menos: un almacén es una máquina de albergar historias. A menudo esas historias se entreveraban unas con otras y otras veces aludían a una tercera historia que todavía no se sabía si era una historia, un rumor, un chisme y de ahí nomás, si la cosa funcionaba en el pensamiento mágico de la Avenida, una leyenda.
Hubo bares -el pasado es casi literal, los bares se encuentran en extinción en la Avenida- que se hicieron a sí mismos por las historias que allí ocurrieron. El Bar El Soldado, sobre las vías, o el Richmond, en Colón a pasitos de Machado, deberían consagrarse como patrimonio histórico de los relatos. El escritor Juan Forn decía que la literatura porteña y rioplatense, y acá me permito suscribir que también la lugareña, es conversadora. Se refería al género del cuento, puntualmente. El cuento es dialógico y ese diálogo, esa charla, eso que se están contando los personajes, o eso que uno le cuenta a otro, deviene de la cultura retórica del bar. Ahora que una palabra horrible -conversatorio- está de moda, conviene recrear la atmósfera de esos bares donde en la conversación, en su rigor y también en su deriva, nacía un cuento. Y el cuento, decía Forn, es un mecanismo de relojería. Así funcionaba la narrativa en los bares de los Tilos.
El domingo por la tarde, casi siesta, volveré a la Richmond. A un personaje de la Avenida cuyo nombre y apellido se perdió entre las extravagancias del alcohol: es recordado como Ginebrita y su biografía (apenas el trazo de su apodo y la memorable noche que entró en la Historia) me la acercó hace algo así como veinte años el recordado Jorge "Pucho" Ballent, él también hijo de un almacenero.
Ha pasado el tiempo para todos. Y todos vamos pasando mientras los tilos siguen ahí. Cuando hace algo así como cinco años un comerciante de la Avenida, el dueño del Hotel Francia, se le ocurrió matar cuatro tilos centenarios para hacer una dársena, la Avenida le hizo saber a través de la Justicia que con esas cosas no se jode. Y ahí están los cuatro tilitos que van creciendo de a poco, como las nuevas generaciones que se asoman a la Avenida sabiendo que siempre, pero siempre, entre las hendijas del empedrado queda un misterio por descubrir.
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