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Un gol para seguir viviendo

Se están preparando para ver a Messi en el bar, desde la misma mesa que ocupan desde hace algo así como diez años. Juega Argentina pero no importa: ellos quieren ver a Messi. Ambos, por primera vez, lo que podría ser un milagro, coinciden en algo.

Roque dice:

-Qué lástima, ¿no? Le queda poco.

-Sí, le queda poco -el Tucu llama al mozo y le hace una seña con la mano para que le traiga un café.

El bar está repleto. Debe ser una costumbre, nomás. Porque al partido lo transmite la tele pública, pero esta cuestión debe funcionar debido al piloto automático de la costumbre: cuando se privatizó el fútbol y hubo que pagar para verlo, el bar hacía su negocio con todos los que -como Roque y el Tucu- se negaban a esa herejía.

El tono de los amigos es lo que preocupa, porque para colmo Messi anda con interferencias, viene de una paliza física de once partidos (o algo así) en su nuevo equipo en Miami y se nota que anda con una marcha menos.

-Como en cuatro cilindros -dice el Tucu, que no puede renunciar a sus metáforas mecánicas.

Lo que está ocurriendo en esta mesa de café y, calculo, en buena parte de las mesas desde donde los argentinos contemplan la última felicidad más o menos unánime (porque hasta Lio tuvo detractores y la propia grieta que le crearon con Diego), es que, guste o no, cada uno está asumiendo que nuestra a Única Alegría también le cabe la ley irreversible de la biología. Esa cuestión del "Mesías" (ocurrencia de un relator) o más linealmente de atribuirle al rosarino la ontología de Dios -nada más y nada menos que de Dios- no sólo contiene una hipérbole en sí misma, sino que además estafa a la feligresía. Si el cura-relator desde el púlpito dice una cosa y los feligreses, al borde la cancha y de los televisores, observan otra, alguien fabula.

-Eso me jode -dice Roque-. Que le queda poco hilo en el carretel y sin embargo...

-Lo quieren hacer eterno -dice el Tucu.

-Y ya están jodiendo con que va llegar al próximo Mundial.

El partido sigue cero a cero y Messi no está fino. Pero la desmesura del relator (y de todos los relatores) no cede.

Entonces lo que queda es prepararse. La Única Alegría algún día dejará de serlo. No sabemos cuándo pero no falta tanto. Habrá que prepararse para ejercer el deporte que más nos gusta: la nostalgia de haberlo tenido. Algo así como la pérdida de un gran amor. Uno se queda, pasado el sofocón, con los mejores momentos.

A los 36 años Messi ya es un jugador de 36 años. Le deben pesar como a cualquiera que cumple cincuenta y ya sabe que lo mejor ya pasó. Pero que todavía está ahí. Y no sólo él. Todavía estamos todos. Todavía, a los 50, a los 60 y más también -porque ya se está hablando del fenómeno de la nueva longevidad, de gente que a los 80 tiene vida y proyectos-, todavía se puede hacer algo más o menos extraordinario. Como por ejemplo, pensando en mi amigo Richard Castejón, correr la Tandilia a los 65. El médico Del Castillo la corrió hasta los 80.

Pero bueno, ahora, en el bar, mientras el partido se extingue, hay como una melancolía tristona, pero un tanto anticipada y fatalista. Porque tres minutos antes del pitazo final llega un tiro libre en área ecuatoriana. Y está Messi parado frente a la pelota. Y está su zurda de crear sortilegios. Y está la pelota, pájaro y estrella, titilando en el aire, y está el arquero petrificado como una estatua, rendido a sus pies mientras el pájaro busca su nido en ese lugar donde, como dicen los relatores, no llegan los arqueros, ni siquiera los que vuelan. Y está el gol, el golazo, que llega para refutar todo lo escrito, para que Roque y el Tucu se abracen, para entender que todavía nos queda algo por cantar. Un gol inmortal, un gol que no se pondrá viejo como todos nosotros, como Messi, como la vida misma. Un gol para seguir viviendo.

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