Historias VOLVER
El chorizo era sublime, dice Roque, y se acurruca en la silla del bar, como intimidado por el recuerdo y la evocación de ese juego, por llamarlo así, lo conforta en su patológico declive por el tobogán de la melancolía.
El Tucu no lo escucha. Pero yo sí, sobre todo porque el chorizo, recreación estudiantil que luego se habría de proyectar, deformándose, hacia otros eventos sociales tales como la fiesta de casamiento, no me tenía entre los suyos. Me parecía un juego soso, boludón, no le encontraba la gracia.
-¡Porque sos un amargado! -la sombra de la cara de Roque ahora parece tocada por el haz de luz del recuerdo, como si el pasado que está a punto de evocar le iluminara parte de la cara.
El Tucu en tanto sigue ensimismado. Espera que llegue el mozo para cargarlo con otra clave de época: la felicidad efímera del éxito. Cincuenta días después de ganar el título, el plantel de River está severamente disgustado con su muy muy pituco entrenador. En efecto, cuando llega el mozo, al Tucu le viene desde el fondo de su memoria la fibra de una marca célebre.
-Che, ¿y si le decís a Demichelis que cambie de pilchería? Recomendale que vaya a New Style.
La mofa no da resultado porque el mozo, que anda por los cuarenta pirulos, no tiene ni idea qué era New Style, aunque si Demichelis hubiera sido joven y hubiera vivido en este lugar del mundo hace algo así como cincuenta años, seguro que lo habría tenido de cliente.
-El chorizo era sublime -dice Roque, hermético, en la suya.
Y después enumera las bondades de ese jueguito adolescente. Era democrático, dice, pues cualquiera podía prenderse en la jubilosa marcha, y, sobre todo, enfatiza, te daba una posibilidad, mínima, azarosa, incierta, pero te la daba.
-¿Posibilidad de qué? - mi cara lo debe enfurecer. Para él la adolescencia fue una bendición y para mí -hasta que encontré a mis amigos del rock- un martirio, pero bueno, lo dejo que se explaye.
-De tener un mínimo contacto, o, si querés, un primer contacto con la que te gustaba. Un contacto verdadero, quiero decir.
-Eso podía pasar en cualquier juego...
-No, querido. De ninguna manera. Primero porque vos sabés perfectamente, dado que tuviste la desgracia de ir a un colegio de varones y no veías una mina a tres mil cuadras a la redonda, que no cualquier juego te daba esa chance...
-La Escondida -alego sin mucha convicción.
-¡Pero no seas pelotudo! ¡Si a los quince, dieciséis años todavía jugabas a la escondida eras un pajerto!
Dos cosas suenan como una escupida: el límite biológico y caprichoso que Roque le dio al más grande juego que se inventó a cielo abierto, y la palabra "pajerto". Intento el contraataque pero me frena en seco.
-El chorizo era para todo el mundo y sin límite de edad. No hay que confundirlo con el trencito, que puedo estar de acuerdo con la bobera del juego. El chorizo no. Tenemos algunos años más y se nota. Además yo fui a una escuela pública y mixta, la Normal. Entonces el día de la primavera no sólo era el picnic a la canasta y todo lo que sabemos. También, o sobre todas las cosas, era el chorizo. Nos juntábamos en el centro, ponele, y un compañero se ponía adelante, a ese se le sumaba otro y otro y otro, y la fila podía llegar a una cuadra o más. Y así, cada una tomado de la mano del otro, arrancábamos, dábamos la vuelta al perro, y más allá de la vuelta al perro también.
-Una joda bárbara -la acidez del Tucu es obvia pero, en este caso, exquisita.
-Ustedes porque no lo vivieron, porque son unos resentidos de nacimiento. Yo al chorizo le debo haberla conocido a Luján. Ya sé, no tienen ni idea quién era Luján. Bueno, era un estudiante como todos. De Safa, para más datos. A mí me encantaba pero bueno, cierta dosis de timidez me impedía hablarle. Y un día de la primavera el chorizo me cayó del cielo... Ella venía de la mano de una compañera y detrás... ¡nadie! Por un segundo no había nadie, así que me puse detrás, le tomé suavemente la mano. El chorizo arrancó desde el Ideal. Ustedes, porque no lo vivieron, no pueden entender la magia de ese contacto, la mano de ella, su piel, contra mi mano. El corazón a mil por hora. Hicimos Pinto, doblamos 9 de Julio, después San Martín y cuando dimos la vuelta por Rodríguez ahí aproveché y en medio de los gritos, porque el chorizo se hacía de manera eufórica, cantando, bueno, ahí le dije si una tarde de esas quería tomar un licuado en Bolichito Blanco... Eso le dije, imagínense, tenía una sola oportunidad y no iba a dejarla pasar.
-¿Y qué te contestó? -el Tucu llama al mozo y paga su café.
Roque se estira en la silla, mira hacia la vereda, y de golpe todo parece haberle quedado lejísimo: la Luján de su adolescencia, el chorizo, la vuelta al perro, el delantal blanco, el distintivo de la agrupación, su propia vida. Se hunde en un silencio glacial y para cuando llega el mozo todavía no ha dicho -ni creo que lo haga- qué le dijo Luján mientras pasaban de la mano, cantando, felices, por el frente de Bolichito Blanco.
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