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Pedagogía del fracaso

Alguien tendrá que contar alguna vez la historia de los fracasos. Ya sabemos aquella máxima de Borges, la de que rara vez una victoria alcanza la dignidad de la derrota. Un fracaso tiene siempre eso sabor, el de la caída, el del golpe contra la pared.

Es un tema apasionante al que la banalidad del éxito no le dispensa el menor entusiasmo. Así, el fracaso se constituye en imán seductor para los escritores. ¿Por qué? Porque el fracaso se alimenta de esfuerzos vanos, de sueños rotos, de ideas muertas. ¿Quién no ha fracasado alguna vez? En el aspecto sentimental el fracaso es como una llaga: demora en cerrarse y cuando la creíamos cicatrizada llega otro fracaso para reabrir la herida.

La historia de los fracasos, de escribirse, llevaría una vida entera. No hay familia que resista el inventario. Hasta los apellidos más excelsos tienen una ominosa derrota en el currículum. También hay gente que ha hecho del fracaso un modo de vida: son los fracasados congénitos. Están, por ejemplo, en la política. Siempre, en las internas del partido, apostaron al candidato equivocado. Están, también, en los negocios. Fueron taxistas cuando debieron ser remiseros; fundaron un video club cuando debieron poner una agencia de mandados; invirtieron en un galpón con cuatro canchas de paddle cuando debieron haber instalado una bailanta.

Conozco un caso superlativo. Tres socios montaron una disco que se conoció bajó el nombre de Woody. Como no les iba nada bien alquilaron un local frente al boliche e inauguraron la pilchería El garaje. En ese rubro les fue ostensiblemente peor. Después de un año no podían cubrir los cheques entregados al fabricante de pilchas porteño. El hombre se vino a Tandil acompañado por un pesado de aquéllos. Quería cobrar como fuera y estuvo una hora intentando arrancarle unos mangos al desventurado trío societario. Finalmente apeló al último recurso: el matón sacó una 45 y la amartilló. Entonces uno de los socios, el amigo Franco Cabrera, desesperado y poseído del más formidable susto que se pegara en su vida, pronunció la frase mágica: "Usted puede matarnos pero... ¿sabe qué pasa? Nosotros no valemos ni el tiro que nos va a pegar...", balbuceó.

Tamaña declaración de lástima dejó pagando al fabricante quien se retiró del lugar con el corazón a la miseria. Porque el fracaso es pariente de la culpa. Pera la historia de Franco también deja una enseñanza obvia: la del fracaso como aprendizaje. Hoy aquel tipo que no valía el tiro el tiro que le iban a pegar es un mega empresario gastronómico. Pasaron veinte años de aquella anécdota.

Hay otro caso del que no se conserva nada más que el vago recuerdo de su razón social. Era un negocio de ropa para niños ubicada en la esquina donde hoy se encontraba el bar Liverpool y hay un freezer grande y horrible lleno de autos cero kilómetro.

El negocio llevó el familiar nombre de Cómo crecen. Su existencia comercial fue efímera y, suponemos, castigada por la contrariedad económica. A tal punto que cuando el propietario decidió bajar la persiana del negocio el burlador que nunca falta, debajo del cartel donde decía Cómo crecen, escribió: "¡Las deudas!". Con lo que le agregó el bocadillo humorístico que todo fracaso que se precie de tal necesita para entrar en la historia por el sótano de la derrota.

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