Artículos VOLVER

Palos y astillas

Si, como dicen, la figura del padre es la representación de la autoridad, no hay quien pueda salir indemne de esa batalla. El padre es la fuerza y la protección, la severidad, el signo de la memoria genealógica y el espejo donde nos miramos. El verso de Serrat respecto a la vejez, eso de que todos llevamos un viejo encima, puede aplicarse análogamente a la figura del padre.

Cuando nos encontramos con el modelo, por decirlo así, del padre público, del padre que todos conocen, y que encima, si se dedicó a la política y alcanza un lugar de poder y reconocimiento (cosa que rara vez ocurre), esa noción de autoridad complejiza aún más la pertenencia de ser hijo de.

Aquí, la figura paterna es una moneda en el aire. Escribo de estas cosas al tanteo, con muchas ganas de tomar un café con Graciela Lavandera, Ángel Orbea o Martín Modaffari, gente amiga, psicoanalistas, psiquiatras que conocerán hasta la última molécula del padre, totémico o no, y del vínculo con el hijo. He leído mucha literatura sobre la relación del padre con el hijo y si tuviera que nombrar, por antítesis a la admiración, uno de los tantos padres aborrecibles, sin duda sería el caso de Hermann Kafka, el dantesco padre de Franz, a quien el escritor le dedicó un libro terrible que se llama, precisamente, Carta al padre. El de Borges también fue patético (basta leer ese libro hermoso que es Borges a contraluz de Estela Canto, para ir al fondo de las obsesiones de Borges, su conflicto con el sexo y las mujeres, originado en la paleolítica idea de aquellos padres de las primeras décadas del siglo XX que, para hacer de su hijo un hombre, para que verifique su hombría, lo llevaban a debutar en un prostíbulo. No hace falta ser un genio para imaginar cómo terminó esa fatal experiencia para Borges y el nudo que produjo en su relación con las mujeres a lo largo de toda su vida).

Hubo padres mejores, sin duda, padres de los que nadie sabe su historia. Pero en la categoría del padre público, supongo que al hijo las cosas no le han de ser fáciles. El apellido pesa como el ancla del Titanic.

Hace unos meses, cuando se inauguró la estatua de Osvaldo Zarini en los jardines del Palacio, escuché uno de los mejores discursos que se hicieron en el acto. O el mejor. Tal vez porque no fue un discurso. Lo improvisó (seguramente con fragmentos de lo que iba a decir en su cabeza) el hijo de Zarini, Richard. Fue una pieza que debiéramos rescatar por todo que se movió en sus palabras: imágenes de aquel padre doméstico, el padre de familia, y también sus obsesiones y algunas minucias deliciosas de su vida cotidiana. "Cuando llovía -contó Richard- mi padre les pedía a los taxistas que lo llevaran a tal o cual lugar". Ese pedido, claro, era un mangazo que los taxistas cumplían con agrado, tal vez intuyendo la vigorosa personalidad del pasajero que habría de convertirse en el padre de la educación de la ciudad, un político finalmente exitoso (hizo la Universidad, fue un intendente breve y un consolidado ministro de Educación), y andaba sin un peso. Eso, sin un peso, y con su biblioteca donada a lo que habría de ser la biblioteca de la naciente Universidad. Frente a semejante figura, ¿cómo lidiar con eso desde el lugar del hijo?

Juan Carlos Pugliese, a quien sus contemporáneos habían bautizado como "El maestro", con toda la carga simbólica que tal apodo confiere, también fue un padre peso pesado. Como tantas otras cosas que quedan pendientes, varias veces pensé en hacerle esta pregunta a Juancarlitos, su hijo, quien como político tuvo una vida pública con mucha mayor visibilidad que Victorino.

En literatura se habla mucho de la figura del parricidio. La teoría dice que para escribir algo más o menos digno, o más o menos propio, hay que "matar" a los ídolos, a los padres de las letras. Es una teoría más propia de los años de juventud. Los más grandiosos escritores que he leído nunca han renegado -sino todo lo contrario- de las influencias de sus mayores, los padres que leyeron: de Faulkner vienen Saer y Onetti, por tomar un ejemplo, y ahí están los tres, hechos a la medida de lo que leyeron y escribieron.

El proverbio convertido en lugar común, el que reza que de tal palo tal astilla, pareció oírse en la víspera, en un lugar donde esa metáfora genealógica de carpintería viene cumpliéndose como un destino: fue la Clínica Chacabuco quien dio fama a su gerente José "Pepe" Lunghi, para que veinte años después la huella la siguiera su hijo Miguel Ángel, que produjo el salvataje de la entidad en 1998, y para que otros veinte años más tarde su hija, Carolina, ahora administradora de la Institución, inaugurara lo que es su primer obra visible: el flamante sector de Maternidad, en el tercer piso de la Clínica. A la hora de los discursos, o mejor dicho de las breves palabras que nadie leyó, Carolina habló de la admiración que tiene por su padre y de lo que había y no había heredado. La genética le respondió con el perfil de hacedora y también con su timidez, expresada en la reticencia a hablar en público. El padre habló del orgullo por la historia de la Clínica, por su propio padre y por su hija. El hilo de oro de la historia a veces tiene estas cosas: va cruzando, como un pájaro inmemorial, el mismo cielo, el mismo aire, a lo largo de tres generaciones. Lleva el apellido en el ala, que lo ayuda a volar pero también, por su peso, le hacer tener bien presente la cercanía con la tierra.


APORTA TU PENSAMIENTO

Los comentarios publicados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de sanciones legales.

Últimas noticias

Artículos

Zapatos

28/04/2021

leer mas

Historias

"Bon o Bon", a pedido

08/05/2021

leer mas