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Eso que nos dice el mar

Era tucumana y trabajaba en casas de familia. Cuando el cuerpo no le dio más terminó cocinando en un geriátrico. Antes el asilo carecía de eufemismos, era el asilo nomás. Depósito de gente que le es inútil al sistema e incómoda a la familia. Teresa, la mujer tucumana que según el unánime paladar cocinaba unos locros deliciosos, una esa de esas tardes que fui a visitar a un tío cuya vida cayó desgracia desde que nació, me preguntó cómo era el mar.

-¿El mar? ¿No conoce el mar, Teresa?

-No, no. Dicen que es grande, inmenso, pero no lo imagino.

Y sí, aunque parezca mentira, aun hoy, mucho tiempo después, sé de gente que no conoce el mar.

Nadie que no se haya vuelto amnésico podrá olvidar el día que sus padres lo llevaron a conocer el mar. Es un rito de la infancia, la edad de todos o casi todos los descubrimientos. Recuerdo la primera vez que lo vi, en Pinamar, y la última, cerca de ahí, aunque el mar siempre es el mismo y "el oleaje siempre recomienza" (cito de memoria esta expresión de Minga, la novela de Dipi Di Paola). Supe, al verlo, que me iba a dedicar a escribir, porque lo primero que sentí, y tendría no más de diez años, fue eso, la necesidad de describirlo.

Ese mar, el de mi infancia, tampoco se ha quedado quieto. Tampoco es el mismo. Y además, ahora, lo miramos con otros ojos. El tiempo sucede y lo que uno percibe, a pesar de todo, es que el mar siempre está ahí, esperándonos. Lo más parecido a un amigo. El tema es que vivimos en la era del vacío egocéntrico, entonces lo que importa es que nos escuchen, de modo que o tenés amigos o tenés un psicoanalista. El mar resulta infinitamente más generoso. No te cobra nada, sólo lo que te sale llegar hasta allí. Un tanque de nafta, para los que lo tenemos más a mano.

Sin embargo, también como los psicoanalistas, la gente que escribe tiene una escucha atenta. No sólo vive de eso, de observar, de contemplar, sino de oír, porque hay voces y voces. La voz del mar, que no siempre es la misma, que tiene sus propias resonancias según el humor con que venga desde el fondo del horizonte (a eso el servicio meteorológico llama clima), sabe decir cosas. Es más, si uno afina el oído y no está perdido en las tantas cosas que rodean al mar, que pretenden cercarlo y a pesar del esfuerzo nunca lo consiguen del todo, como vendedores de churros, de bijuterí, de helados, de gaseosas, o gente que en vez de disfrutar del silencio y hundirse en la contemplación de lado líquido del mundo, como decía Melville, se pone a jugar a la pelota, al fútbol-playa y todos los etcéteras imaginables), si uno afina el oído el mar nos sopla eso que hemos venido a escuchar. Porque a quien le atrae más el mar que el propio sol que cae vertical sobre el pegote que conforma la piel embadurnada con el protector, a quien le atrae más el mar que las conversaciones banales que emergen de las sombrillas vecinas, sólo tiene que sentarse en la arena, o en la reposera, y dejar que ese lenguaje hecho de consonantes saladas y vocales vestidas de espuma, te hable al oído lo que va a pasar. A veces uno escucha; a veces ocurre algo que interfiere el monólogo del mar. Que ahoga esa voz hasta hacerla inaudible. Una imagen, por ejemplo. Una mujer joven que se pierde en la playa. Pero no se pierde mientras deambula por la vasta arena, entre carpas y veraneantes con sus perros y sus termos. No se pierde porque extravió el punto de referencia con que había salido a caminar, supongamos, hasta el lejano muelle de los pescadores, pongamoslé en su regreso. No. Se pierde cuando sale del mar. Le ha tocado, al entrar, un mar nervioso que la tuvo de acá para allá, sometida a la voluntad del oleaje, siempre con los pies tocando el fondo cenagoso del mar, pero el bamboleo le cambió la ubicación y al salir la mujer primero se queda clavada en la orilla, buscando ese sitio donde había un par de reposeras, y luego, ya en trémulo despiste empieza a caminar, a vagar veinte metros para un lado, veinte metros para el otro, tanto que se observa notablemente perdida y con una cara que se desencaja en un gesto de alerta, de creciente preocupación, y está así, dando vueltas sobre sí misma, sobre un punto circular que es la nada misma, con el mar detrás y la playa como un signo de pregunta, hasta que un hombre, que seguramente es el hombre que está con ella, va a buscarla, porque evidentemente la ha seguido con la vista desde que la vio rebotando contra las olas como un pez vencido al que el mar llevó bien lejos, en fin, ese hombre la llama, le grita, y ella lo ve, y corre hacia él y lo abraza, y vaya a saber qué se dicen, pero se ríen, porque imagínate vos, uno supone que el hombre le dice, imagínate si no te encontraba qué iba a pensar, que otra cosa podía pensar que te había llevado el mar lejos, mucho más lejos aún de donde te llevó, y todo lo que podía pasar por mi cabeza si no aparecías, ponele, en algunos minutos más que iban a ser eternos.

Esa imagen, por cierto pintoresca y que formará parte del anecdotario veraniego de esa pareja durante un fin de semana en la playa, nos ha desviado de lo que veníamos hablando: de eso que el mar nos dice, o nos quiere decir, cada vez que vamos por él. Porque nadie -salvo la masa frívola- va al mar porque sí, sin alguna pregunta en la cabeza, sin algún desgarro en el alma, sin nada qué decir ni qué pensar mientras lo vemos, celeste y azul y verde, pero también blanco y gris, con los colores de su hermosura ancestral, dócil pero inquieto, con su voz que a veces es un murmullo apacible, la mano que mueve la cuna, y otras veces es un desgarro, una queja gutural y también una advertencia.

-El mar es un dios que nos habla -le dije aquel día a Teresa, la señora tucumana. Yo era más joven y presuntuoso, me creía un poeta e ignoraba lo que René Lavand me habría de enseñar mucho después acerca de cómo se deben decir las cosas: con la belleza de lo simple.

Ojalá que Teresa, nunca lo supe, finalmente haya podido conocerlo. Mi tío se murió en ese asilo y nunca más volví por ahí. Al mar sigo yendo de vez en cuando. Está ahí, como siempre, eterno en su cosmos infinito, ensimismado y plácido, perdonando que uno se haya distraído contemplando el abrazo de una pareja feliz mientras probablemente el mar nos estaba diciendo otra cosa.

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