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Entonces, en el mar caótico de las redes, tropiezo con la fotografía. Es la que acompaña esta nota. Al pie de la imagen está el autor de la foto, pero la firma de quien la sacó resulta algo indescifrable, al menos para mi ojo. Es una pena porque resulta una gran foto.
La fecha es, creo, 2004. El hombre de traje que viene caminando por Pinto y observa la escultura es Rubén Betbeder. Ha sido, hasta ese momento, Director de Cultura del último gobierno de Julio Zanatelli y lo volverá a ser en los comienzos del gobierno de Miguel Lunghi. Por lo tanto fue y está siendo, o está por volver a ser funcionario de un área que no ha tenido a nadie deslumbrante desde los tiempos de "Cacho" Testa y Raúl Echegaray, en el gobierno de "Gino" Pizzorno. Rubén, sin detenerse, mira "El Broche", la escultura de José Ambrosio Rossanigo, enclavada en el vértice de la plaza. Todavía falta un tiempo para que ocurra lo que ha de venir: que la alegoría que expresaba a esos tipos siniestros que manejaban el símbolo por excelencia del terrorismo de Estado, el Falcon verde, y sus cómplices, fueran juzgados.
Es decir que en la otra esquina, a espaldas de Betbeder, en las ruinas de lo que ya no era el Bar Ideal, sino una versión de fonda próxima a cerrarse, intitulada "Maxim, La esquina Ideal", hay una mesa donde Emilio Méndez y sus amigos toman café, sin poder imaginar, sobre todo Méndez, que ha sido durante muchos años el amo y señor del Banco que tiene enfrente al Ideal, su gerente, con todo el poder fáctico que eso significa, las horas más truculentas que le tocarán vivir, al ser juzgado e ir preso como colaborador de la dictadura cívico-militar por prestarle a "mis amigos de las fuerzas vivas" (Méndez dixit al diario El Eco) la quinta ahora más famosa del pueblo, hoy visibilizada como un centro clandestino de tortura y desaparición de personas.
Ahora volvamos a la foto. Nos separan veinte años, más o menos, de esa imagen. Betbeder, durante el primer gobierno de Lunghi, emprendió dos cuestiones, ambas polémicas: le cambió el nombre al Teatro del Fuerte (aunque lo más importante tuvo que ver con su recuperación) y literalmente borró del mapa la preciosa sala teatral del Auditórium Municipal. Como sabemos, cada funcionario le imprime a su gestión la preferencia artística con la que llegó al cargo. Y a Rubén le gustaba la pintura. Es más, había llegado de su Córdoba natal con un proyecto realmente osado para la época: abrir una galería de arte. Y la abrió nomás, y le dio su nombre, y hubo exposiciones de real fuste (creo, si la memoria no me falla, que hasta una muestra del genial pintor Carlos Alonso). Una galería de arte en el Tandil de los noventa era una quijotada. Tal como lo sigue siendo hoy, pero mucho más azarosa y destinada a la ruina. Sin embargo, actualmente hay edificios (las torres de Bértoli, por ejemplo) con mucho arte en su interior y la ciudad es otra, y hoy, aunque sea por una suerte de tendencia snob, resulta más habitual poner un cuadro en un living, en un consultorio médico o donde sea.
El marchand Betbeder llevó su galería hasta donde pudo. Luego entró en la política, reabrió el Teatro de la Confraternidad, lo cual no es poco, y chocó como un tren de frente contra referentes de la cultura local cuando convirtió en polvo la sala del Auditórium. Está claro que muchos de nosotros lo enfrentamos y que desde ese momento, con la virulencia propia de la edad y de ese tiempo, para algunos no habría vuelta atrás. Cerrar el Auditórium o tirar lo poco que quedaba del Molino de Fugl (demérito que la historia aún no juzgó del ex titular de Obras Públicas Indalecio Oroquieta), no eran cuestiones negociables. Con Rubén nos dijimos una cuantas cosas, unas más fuertes que otras, y cada uno siguió su historia.
Pero, como decía el anillo de Julio Grondona, todo pasa. Como pasa en sentido circulatorio, por la vereda de la plaza, Rubén Betbeder y observa "El Broche" de Rossanigo, y si se detuviera, como algunos pocos lo hacían, podría ser testigo de ciertas escenas curiosas, pero sobre todo de una en particular, una viñeta a la que podríamos calificar como la suma de lo bizarro y lo patético: un hombre que viene del brazo de su esposa y contemplando el auto apresado por el broche de la memoria, la verdad y la justicia dice literal y mortíferamente: "Mirá, vieja, qué picardía. Para mí que este Forcito cien mil kilómetros más tiraba...".
Al poco tiempo Betbeder se fue de Tandil, con un cargo en la Provincia (el entredicho que tuve fue porque negoció ese cargo siendo director de cultura de Lunghi, a sus espaldas) y nunca más lo vi. Esa salida le abrió la puerta a Claudia Castro, que en gestión cultural fue su mejor alumna. Hasta que una mañana de hace algo así como siete años nos cruzamos en Rosario, en el Bar El Cairo, el bar del Negro Fontanarrosa. Él estaba en una punta y yo en la otra y nos vimos, creo, al mismo tiempo. En un abrazo sincero y sin más palabras cumplimos con la sentencia del poeta griego Homero: "Dejemos que el pasado sea el pasado". Lo volví a ver hace un mes en la Feria del Libro, donde recibió un homenaje por ser uno de los precursores que inventó la Feria. Siempre con su traje y su porte elegante parecía que el tiempo no lo había tocado.
Escribo esto ahora que, como dijo el escritor Martín Kohan a Telam "estamos replegados esperando que toquen tiempos mejores". Porque no puede haber algo peor que la proximidad de un esperpento revulsivo llamado Mi-Ley a la presidencia del país.
En el vértice de la plaza tampoco ya nada es lo mismo: el Ideal jamás volvió y el banco quebró para siempre. Un shopping de edificación infinita promete el paraíso comercial en cámara lenta. Cuarenta locales que, dicen, le cambiarán la cara al centro viejo. Habrá escaleras mecánicas para subir al cielo, es decir a una cúpula de vidrio. En algún lugar, en el lugar donde esté, la escultura de Rossanigo nos sigue diciendo que todo está guardado en la memoria.
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